Óleo de Manuel García «Hispaleto». Siglo XIX
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Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha
como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta
de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a
la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada
y transformada Dulcinea; y sospirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de
quién estaba, dijo:
–¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas, dulces y alegres cuando
Dios quería! ¡Oh tobosescas ti Rocinante, fue con mucha cortesía a pedirle las
manos para besárselas, y don Diego dijo:
–Recebid, señora, con vuestro sólito agrado al señor don
Quijote de la Mancha, que es el que tenéis delante, andante caballero y el más
valiente y el más discreto que tiene el mundo.
La señora, que doña Cristina se llamaba, le recibió con muestras
de mucho amor y de mucha cortesía, y don Quijote se le ofreció con asaz de
discretas y comedidas razones. Casi los mismos comedimientos pasó con el
estudiante, que, en oyéndole hablar don Quijote, le tuvo por discreto y agudo.
Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de
don Diego, pintándonos en ellas lo que contiene una casa de un caballero
labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y
otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el
propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad
que en las frías digresiones. Entraron a don Quijote en una sala, desarmóle
Sancho, quedó en valones y en jubón de camuza, todo bisunto con la mugre de las
armas: el cuello era valona a lo estudiantil, sin almidón y sin randas; los
borceguíes eran datilados, y encerados los zapatos. Ciñóse su buena espada, que
pendía de un tahalí de lobos marinos; que es opinión que muchos años fue enfermo
de los riñones; cubrióse un herreruelo de buen paño pardo; pero antes de todo,
con cinco calderos, o seis, de agua, que en la cantidad de los calderos hay
alguna diferencia, se lavó la cabeza y rostro, y todavía se quedó el agua de
color de suero, merced a la golosina de Sancho y a la compra de sus negros
requesones, que tan blanco pusieron a su amo. Con los referidos atavíos, y con
gentil donaire y gallardía, salió don Quijote a otra sala, donde el estudiante le estaba esperando
para entretenerle en tanto que las mesas se ponían; que, por la venida de tan
noble huésped, quería la señora doña Cristina mostrar que sabía y podía regalar
a los que a su casa llegasen. najas, que me habéis traído a la memoria la dulce
prenda de mi mayor amargura!
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