El lazarillo de Tormes es el máximo monumento literario a Toledo, sin embargo como bien he podido comprobar este fin de semana El Lazarillo es el gran ausente de esa ciudad castellana tan cargada de historia y cultura, llegando hasta la barbaridad de decirme un guía turístico que era una película que sabía que se había rodado en Toledo.
Colocaron la jaula sobre el
cadalso, y allí, tirándome unos por la parte de mi cuerpo que tenía fuera,
otros por la cola del pescado, me sacaron como el día que mi madre del vientre
me echó, y del atún quedó solamente el pellejo.
Rápido me dieron una capa para cubrirme y el duque mandó me trajesen un
traje suyo, el cual me quedaba más bien pequeño y ancho, por ser el señor duque
paticorto y gordo. Me vestí, y fui tan festejado y visitado por las gentes, que
en todo el tiempo que allí estuve casi no dormí, porque de noche no dejaban de
llegar gentes, a ver y a preguntar.
Llegaron de todas partes, incluso obispos y gentes de la Inquisición, no
podía menos que, a pensar que a pesar de los halagos, aquello no acabaría bien.
Pero pronto me tranquilizaron y aunque hay gente que no es de fiar,
afortunadamente la gente de Iglesia tomo la cuestión de mis transformaciones
más como milagro del señor que como maldición de Satanás, gracias a las más de
cien oraciones que recordaba del ciego y los visajes piadosos que él me enseñó
y que convencían a todos de mi presunta santidad y todo aquel que podía estar
hablando conmigo unos minutos se tenía por persona dichosa, cuanto ni más si
lograban de mi un abrazo o un apretón de manos.
Al cabo de algunos días caí enfermo,
porque acostumbrado al mar en la tierra me sentía mal, notaba como me faltaba
el agua y aunque parezca absurdo incluso el aire, como si una soga estuviese prendida de mi
cuello, con mi cuerpo como badajo de campana colgando en aquel patíbulo que
sirviese para que todos tuviesen conocimiento de mi existencia. Ahora ya como
hombre, me tenían agobiado, como si fuese un perro que debe estar junto a las
faldas de su ama, así me tenía la señora duquesa y otras damas de la alta
sociedad, mientras que yo solo pensaba en librarme de ellas, pero no solo eran
las mujeres quienes querían mis abrazos y besos, también el señor duque y otros
nobles, así que si ellas me agobiaban, ellos me asediaban más de lo que un
hombre honesto puede permitir.
Pedí permiso para regresar
a Toledo, y de muy mala gana me lo concedieron, ya que querían que yo les
contase todas las historias vividas, sufridas, disfrutadas y las más
inventadas, que siendo que todos habían contemplado mi metamorfosis por
extraordinarias que fuesen las creían a pies juntillas.
Al fin, quiso Dios, que me
pudiese librar de ellos, siendo generosos conmigo en provisiones para hacer el
camino. Llegue a Toledo la víspera de la
Asunción, siendo el hombre más dichoso del mundo por volver a ver a mi mujer y
mi hija, a la que si en el mar traicione; en la tierra por esa manía que tienen
los nobles siendo viejos de casarse con mozas jóvenes, estuve a punto pero no
lo hice, a pesar de la insistencia de la señora duquesa, pero conociendo el
peligro que puede tener coronar a un duque tan importante elevándole de
categoría, preferí no correr el riesgo de convertirme en cecina. Ansioso de yacer y tocar a mi mujer, que
desde cuatro años antes no acariciaba, porque en el mar lo que al hombre le
convierte en tal, no se usa por muy atún que uno sea, no pasa de hocicadas al
vaivén de las olas.
Llegué a Toledo siendo de
noche, alegre como unas castañuelas en dirección a mi casa esperando dar gran
sorpresa y alegría por mi regreso, pero en ella no encontré ni un alma.
Entonces me dirigí a casa del señor arcipreste, estaban ya durmiendo, y tantos
golpes di que los desperté, preguntándome quién era, tras responder, mi mujer
muy ásperamente me indicó a grandes voces:
— Andad con Dios borracho, quien quiera que seas. No son horas de burlarse de una pobre
viuda. Hace ya casi cuatro años que mi
mal logrado esposo se lo llevó Dios ahogado en la mar a vista de su amo y de
otros muchos que le vieron. ¿A qué
vienes ahora a decir esas barbaridades?
Y regresó a la cama sin
escucharme siquiera.
De nuevo volví a llamar y
dar golpes a la puerta, en esta ocasión fue mi señor, el arcipreste, quien se
levantó enojado, y asomándose a la ventana también comenzó a gritar:
— ¿Qué bellaquería es esta? Querría saber quién sois para mañana
daros el pago que merecéis por vuestra descortesía. No son horas de andar dando golpes con la
aldaba a las puertas de las buenas gentes que están reposando tranquilamente,
armando alboroto y desvelando a todo Dios.
— Señor, —dije yo —no se alteré vuestra merced, que si quiere saber
quién soy, también yo lo quiero decir: vuestro criado Lázaro de Tormes.
Apenas acabé de decirlo cuando siento
pasar cerca de mis orejas un guijarro lanzado con furia como si fuese lanzado por una honda, y
tras aquel, otro y otro, los cuales, chocaban contra los que en el suelo estaban, como la calle estaba empedrada, al chocar
guijarro contra guijarro saltaban ásperas chispas. Visto el peligro, viendo que no se atenían a
razones tiré la calle abajo y a buen paso me alejé, y él quedó desde su ventana
dando grandes voces, diciendo:
— Venid a burlaros y veréis cómo os irá.
Me dio por pensar que lo
que antes el señor arcipreste y mi señora esposa hacían a mis espaldas y
encubierto ahora lo hacían sin ocultarse.
Me puse a pensar el mejor
modo y manera de actuar sin poner en compromiso a nadie, no fuese a ser que
queriendo perjudicar a los adúlteros el trasquilado fuese yo, además, no me quería descubrir ante nadie, y
por ser ya noche cerrada, determiné
pasar lo que quedaba de ella bajo cualquier soportal. Pero el hombre propone y Dios dispone, no me
acaeció tal y conforme había pensado porque no estaba en mi destino que así
aconteciese. Apenas llevaba un rato
descansando sentado en un poyo acurrucado al resguardo de un pilar, cuando paso
por allí un alguacil que andaba de ronda, aprovechando que me encontraba
transpuesto me quito la espada y me llevo a la cárcel. Aunque yo conocía a algunos de los gentiles
hombres de los corchetes que le acompañaban, y les llamé por sus nombres,
diciéndoles quién era, se reían de mí diciendo que hacía más de tres años que
yo había muerto en el desastre de Argel.
Así di con mis huesos en la cárcel donde me llego el día. Una vez hubo amanecido, siendo que era el día
de la Asunción, mientras la gente se vestía y se prepara para ir a la iglesia
a disfrutar de tan solemne fiesta, pensaba que yo haría lo mismo, porque seguro
que sería reconocido por todos; en esas
entró el alguacil que me había cogido preso y en lugar de soltarme me coloco
grillos en los pies y una buena cadena gruesa a la garganta, que de haber sido
de oro me habría bastado para vivir holgadamente toda mi vida, sin poder
comprender lo que pasaba me metió en la celda de torturas en un abrir y cerrar
de ojos.
— Vamos a ver gentil hombre, vistes como si fueses un corregidor y
dices que fuiste pregonero de vinos aquí en esta noble ciudad de Toledo. Pero
aquí nadie te conoce y hasta que sepamos quién eres, aquí te quedas a la espera
de que cuando sea preciso te visite el verdugo, pues no es de recibo ir por las
noches a escalar las casas de los clérigos. Y viendo tu vestido, el sayo no se
debió cortar a tu medida, ni trae olor de vino como suelen traer los de vuestro
oficio, sino que es de un fino ámbar, propio como ya dije de corregidor más que
de pregonero. Al fin, tú confesarás de
buen grado o con la ayuda del verdugo, ¿a quién lo le has robado las ropas?,
que si para ti se cortó la tela, a fe mía que te robo el sastre más de tres
varas.
— En mala hora se me ocurrió venir. — dije yo entre mí.
Con todo eso, le hablé diciéndole que yo
no vivía de aquel menester ni andaba haciendo lo que él decía.
— No sé si andáis, — dijo—mas ahora sale el arcipreste de San
Salvador de la casa del corregidor, diciendo que anoche le quisieron robar y
entrar su casa por la fuerza y que a
buen seguro hubiese entrado el ladrón de no ser porque con buenos guijarros se defendido, también dice
que el ladrón decía que era Lázaro de Tormes, un criado suyo. Yo le dije cómo
os encontré cerca de su casa, y me dijo lo mismo, y por eso os manda poner a
buen recaudo hasta que el verdugo decida el día.
Tras cavilar un buen rato, salió el carcelero
regresando al instante, con aspecto de haber estado consultando a otras gentes
sobre mi persona.
— Ese que dices fue pregonero en esta ciudad, pero murió en lo de
Argel, y bien que le conocía yo. ¡Que Dios le perdone! Era hombre capaz de pasar
dos azumbres de vino de una casa a otra sin vasija; como bebía el muy
condenado.
— ¡Oh desventurado de mí, —dije yo —que aún mis desventuras no han
acabado! Sin duda, de nuevo regresan mis adversidades: ¿qué será eso tan
extraño que aquellos que conozco y tuve por amigos niegan conocerme? No podrá tanto mi mala fortuna, que en esto
me contraríe, pues mi mujer seguro que me reconocerá, porque ella es la cosa
que en este mundo más quiero y yo sé que ella me quiere.
Rogué mucho al carcelero, ofreciéndole
pagar el favor como fuese, para que le dijese a ella que yo estaba preso en la
cárcel y para que me viniese a sacar de la misma, le di un real de plata, y él,
riéndose de mí, tomó el real y dijo que así lo haría. Sin embargo dijo que era
algo inútil, porque si yo era quien decía ser, él me hubiese reconocido, porque
más de mil veces me había visto entrar en la cárcel acompañando a los
condenados y que Lázaro de Tormes fue el mejor pregonero y de más clara y alta
voz que en Toledo ha habido en toda su historia, incluso cuando llevaba más
vino dentro que fuera. Al fin, después
de mucho rogarle me termino haciendo caso y trajo consigo a mi señor el
arcipreste, el cual para poder verme en la lóbrega celda traía consigo una
vela. Sentí la misma alegría que quienes
están en el limbo cuando abren los ojos y recobran su libertad, y dije llorando
de tristeza y alegría a un tiempo:
— ¡Oh, mi señor Rodrigo de Yepes, arcipreste de San Salvador, mirad
en que situación está vuestro buen criado Lázaro de Tormes atormentado y
cargado de cadenas, habiendo pasado tres años las más extrañas y pelegrinas
aventuras que jamás fueron escuchadas por hombre alguno!
Él acerco la vela a mis ojos, y dijo:
— ¡La voz de Jacob es, y la cara de Esaú! Hermano mío. La verdad es que
en la voz algo os parecéis; mas en el semblante y en los rasgos sois muy
diferente del que decís ser.
En ese momento caí en la
cuenta, y rogué al carcelero me hiciese el favor de traerme un espejo; y cuando
lo trajo y me miré, pude comprobar que no me parecía en nada a quien antes fui,
especialmente del color de piel que solía tener. Mi rostro parecía el de una
roja granada, digo como los granos de la misma porque el color era amarillo
pajizo y las formas de mi rostro también habían cambiado, como si el haber
estado en el interior de un atún me hubiese desfigurado por completo. Me
santigüé y dije:
—Ahora señor, soy yo quien
más se extraña de mi presencia. No me extraña que no me conozca vuestra merced
ni nadie de mis amigos, pues ni yo mismo me conozco. Mas vuestra merced hágame
el favor de sentarse, y usted señor alguacil denos un poco de tiempo y verá
cómo no he dicho ninguna mentira.
Él lo hizo, y quedando solos, le di todas
las señas de cuanto había pasado desde que le conocía: y tal día esto, y tal
día esto otro. Después le conté en suma todo lo que había pasado y sufrido, y
cómo fui atún, y que del tiempo que estuve en el mar me había quedado aquel
color, y mudado el semblante, lo cual yo desconocía porque hasta ese día yo no
me había mirado al azogue de un espejo. Se quedó muy sorprendido y, dijo:
—Eso que dices es muy
notorio, ya se dijo en esta ciudad, que en Sevilla se había visto un
hombre-atún; y las señales que me dais también son verdaderas. Mas como santo
Tomás, todavía dudo mucho. Lo que haré por ti será traer aquí a Elvira, mi
criada, y ella seguro que os reconocerá mejor.
Y le di las gracias suplicándole que me
diese la mano para podérsela besar y al tiempo me diese su bendición, como
otras muchas veces había hecho, mas no me quiso dar la una ni la otra.
Pasé aquel día y otros tres más, al cabo
de los cuales una mañana entro el teniente de corregidor con sus ayudantes y un
escribano y me comenzaron a preguntar amenazándome con montar a caballo o mejor
decir verdad, en potro. No me pude contener ante las amenazas y hube de
derramar muchas lágrimas, dando grandes suspiros y sollozos quejándome de mi
sobrada desventura que tanto me perseguía.
Con todo esto, con las mejores razones que pude, supliqué al teniente
que no me torturase, pues ya bastante me torturaba yo, viendo mi temor, dijo
dirigiéndose a sus acompañantes:
—Este pecador, yo no sé qué
fuerza podrá hacer en las casas, ni si será capaz de hacer cualquier mal,
porque no se le ve fuerza. Dejémosle ahora hasta que mejore o muera. — Y así me
dejaron.
Supliqué al carcelero fuese de nuevo a
casa de mi señor y le rogase de su parte, y le suplicase de la mía, que
cumpliese la palabra que me había dado de traer consigo a mi mujer; y de nuevo
le hube de dar otro real, porque estos nunca echan paso en vano.
Regreso
trayéndome recado que para el día siguiente ambos le prometieron acercarse.
Consolado con esto, aquella noche dormí
mejor que las anteriores, y en sueños me visitó mi señora y amiga la Verdad, y
mostrándose muy airada, me dijo:
—Tú, Lázaro, ¿te quieres
castigar?: prometiste en la mar que no te apartarías de mí, y desde que saliste
casi nunca más me miraste. Por lo cual la divina justicia te ha querido
castigar, y que ni en tu tierra ni en tu casa encuentres quien te conozca,
haciendo que te vean como un malhechor digno de sufrir tormento. Mañana vendrá
tu mujer y saldrás de aquí con honra, y a partid de hoy debes escribir un libro
nuevo y llevar una vida en consonancia con tu verdad.
Y así se despidió del aquí presente. Muy
alegre de tal visión, conociendo que justamente pasaba porque eran tantas y tan
grandes las mentiras que yo entretejía y lo que contaba, que aun siendo las
verdades muy admirables las adornaba de tal manera que causaban aún más espanto
y asombro, me propuse la enmienda y lloré la culpa.
Llegada la mañana, mis rasgos estaban como
de antes por lo que pude ser reconocido por mi señor y mi mujer, y con ellos
marché a mi casa con mucho placer para todos. Encontré a mi niña ya casi para
ayudar a criar otra. Me fije en sus
rasgos que en estos cuatro años también habían mudado por la edad, comparándola
con la de mi señor arcipreste y pude comprobar que las sospechas de antaño
parecía que se confirmaban, en este negocio de los hijos es todo cuestión de
creencia. Los hombres amamos a nuestros
hijos porque pensamos que son sangre de nuestra sangre, y podría ser que lo
único que tuviésemos en común con ellos es el apellido. Y hay otros que odian a sus hijos, al pensar
que sus esposas les han puesto los cuernos en sus cabezas…
En el momento que ya estuve
plenamente recuperado regresé a mi oficio y a disfrutar de mis amigos, con lo
cual en breve tiempo me adapte a mi buena vida anterior.
© Adaptación Paco Arenas
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