Continua de: La confianza mata y la desconfianza encarcela
Si
yo quedé huérfano, mi madre quedó viuda sin un hombre que cuidase de ella ni
trajese el jornal a casa. Sin medios en Tejares, decidió arrimarse a los buenos
para, con el tiempo ser uno de ellos.
Así emprendimos el camino a Salamanca, donde con pocos medios, alquiló
una casa. Siendo Salamanca ciudad universitaria, encontró el modo de ganarse la
vida haciendo lo que mejor sabía: guisar y dar de comer a estudiantes. No daba para mucho y pronto también se dedicó
a lavar la ropa de los mozos que trabajaban en las caballerizas del Comendador
de la Magdalena, por lo que eran frecuente sus visitas a las mismas. Es allí
donde conoció a un hombre moreno, de nombre [1]Zaire,
que era el encargado de cuidar a los animales que se encontraban en el establo.
Él le hacía reír y olvidar a mi desdichado padre.
Tanto fue, que en no pocas ocasiones venía
por las noches a nuestra casa y se marchaba por la mañana. Otros días, llegaba
de mañana y con la excusa de querer comprar huevos, comenzaba con el palique y
terminaba durmiendo en mi casa. Debo decir que a mí al principio me daba miedo,
tanto por el oscuro color de su cara, que nunca había visto en mi corta
existencia antes, como por su mal semblante, que sin embargo no se correspondía
con su cariñosa manera de comportarse, tanto con mi madre como conmigo. Con el
tiempo me fui acostumbrando a su presencia e incluso deseándola, entre otros
motivos, porque siempre traía algo para comer que mejoraba sustancialmente la
mesa y de vez en cuando alguna golosina.
Durante los fríos inviernos de Salamanca traía leña para calentarnos
—por el interés te quiero Andrés — Así fue como llegué a quererle como un hijo
quiere a su padre y como no recordaba haber querido al mío.
Con
el tiempo, como suele ocurrir, de tanto compartir posada y mantel, terminamos
viviendo en la casa del comendador, donde mi padrastro tenía la suya. De esta relación mi madre me trajo un
hermanito, negrito como su padre, con el que yo disfrutaba y daba saltos de
alegría.
Pero
el pobre, la misma sensación que había tenido yo al conocer a Zaide, tenía él
hacía su padre, viendo que tanto mi madre como yo éramos blancos y a su padre
más negro que el cieno, tanto como él mismo, le tenía miedo. Por mucho que mi padrastro intentaba hacerle
entrar en razón y mostrarle cuan iguales eran, no lo lograba, y el negrito al
verle asustado decía:
— ¡Hideputa! —respondía él riendo.
Y yo aunque todavía un niño, pensaba:
— ¿Cuántos debe de haber en el mundo que huyen
de otros porque no se ven a sí mismos?
Nunca
los jornales que pagan los amos dan para comer sin pasar hambre y la
oportunidad hace al ladrón, sin que con ello en mi casa nunca llegase a sobrar
ni un mendrugo de pan, ni sisando, ni con mi padre ni tampoco con mi
padrastro. Fue así como la suerte del
pobre Zaide, fue pareja a la de mi padre natural, y el mayoral del comendador
echó en falta mantas y aparejos de los caballos, al tiempo que veía como aumentaba
el consumo de cebadas y piensos, mientras que mantas, sábanas y delantales,
decía que se perdían. Aunque lo hacía con tiento, tanto va el cántaro a la
fuente que se termina rompiendo. El
Mayoral se puso a investigar y tirando del hilo encontró el ovillo y pudo
comprobar que cuando mi padre no tenía otra cosa de la que echar mano, esclavo
del amor por mi madre y de la necesidad de alimentarnos, hasta las herraduras
quitaba a los caballos. No debiera sorprendernos esto cuando otros que tiene la
vida con riquezas regaladas, comendadores, clérigos o frailes o arciprestes, no
tienen miramientos y solo por avaricia, sin necesidad, sisan sin
contemplaciones, lo mismo al pobre que al rico. ¿Qué no ha de hacer un esclavo
del amor porque su mujer y sus hijos no pasen hambre?
Para su desgracia y la nuestra todo quedó
probado. Con amenazas, a mí me
preguntaron y yo, que era un niño, con miedo confesé todo lo que sabía y más,
dando detalles hasta de las herraduras robadas que por mandato de mi madre
vendía a un herrero.
Así
terminó mi vida en familia, mi padrastro fue condenado a sufrir cien latigazos,
expuesto a escarnio público. No contentos con los azotes le pringaron, daba autentica angustia contemplar cómo sobre
las heridas de los azotes derramaban pringue hirviendo para que el dolor fuese
más intenso, mientras que a mi madre le condenaron a la misma pena de cien
latigazos por haberse emparejado con un hombre de otra religión, además de
prohibirle acercarse a casa del comendador.
Por
miedo a que la cosa fuese a mayores y pudiese terminar en horca, mi padrastro
cumplió la sentencia y la separación con gran tristeza por su parte y con mucho
pesar de mi madre y nosotros al otro extremo de Salamanca, a servir en el mesón
de [2]La
Solana. Donde con más penas que glorias
fui creciendo junto a mi hermano. Mi madre no podía encargarse de mi crianza,
entre el trabajo y mi hermano no daba abasto, así que yo puedo decir que me crie
solo. No era mi dieta variada ni mucho
menos abundante, que si dijese que me hartaba, el demonio me llevaría a al
infierno por mentir y echaba de menos aquellos alimentos que Zaide nos regalaba
de las cocinas del comendador.
[1] Llama la
atención la presencia de Zaire, el padrastro de Lázaro, que era de raza negra,
siendo una de las pocas referencias que se hace en la literatura sobre la
esclavitud en España. Tampoco se suele dar en otras expresiones artísticas, por
ejemplo en la pintura, siendo tal vez su exponente más conocido Los tres niños
de Bartolomé Murillo. Tal vez por ser Murillo sevillano y ser Sevilla uno de
los lugares donde mayor número de esclavos existía comparado con otras partes
del Reino de Castilla, un 7% de la población, pero en Salamanca no era lo más
habitual.