Sin duda una de las obras maestras de la literatura en español, dentro de su obra de relatos "Terrazo" es el cuento Peyo Mercé enseña inglés.
Abelardo Milton Díaz Alfaro (Puerto Rico, 24 de julio de 1916 - Puerto
Rico, 22 de julio de 1999) fue un escritor, trabajador social y periodista
puertorriqueño, defensor de la idiosincrasia puertorriqueña, considerado el más
importante cuentista de tema criollista en Puerto Rico.
A la comay Margó Arce, de Peyo Mercé
Su padre era el pastor Don Abelardo Díaz Morales y su madre maestra, Doña
Asunción Alfaro Prats. Hizo su bachillerato en artes en el Instituto
Politécnico de San Germán y obtuvo una licencia en trabajo social de la
Universidad de Puerto Rico, con especialidad en sociología
Fue trabajador social en la zona rural de Puerto Rico, en particular en el
Barrio Yaurel del pueblo de Arroyo, esto le inspiró para la redacción de todos
sus cuentos. Después de publicar algunos cuentos en la revista La Torre, en
1947 publicó una colección titulada Terrazo (la que escribió siendo trabajador
social en Arroyo), que recibió el premio de la Sociedad de Periodistas Universitarios
de Río Piedras. Siguió publicando cuentos en revistas como Puerto Rico
Evangélico, Alma Latina, La Democracia de Nueva York, El Mundo, la Revista del
Instituto de Cultura entre otras.1
En 1967 publicó Mi Isla Soñada, colección de libretos radiofónicos escritos
para la emisora gubernamental WIPR.1
También para WIPR escribió los programas Teyo Gracia y Retablo del solar,
en los que describió típicos personajes isleños. Numerosos cuentos fueron
traducidos a diferentes idiomas (inglés, checo, francés, etc.). En 1998, los
cuentos reunidos en Terrazo inspiraron la producción la película Cuentos para
despertar realizada por Luis Molina Casanova.
Díaz Alfaro falleció en Guaynabo el 22 de julio de 1999.
Fuente Wikipedia
A la comay Margó Arce, de Peyo Mercé
Tras el comentado episodio de la
introducción de Santa Claus en La Cuchilla se recrudeció la animosidad
prevaleciente entre Peyo Mercé y el supervisor Rogelio Escalera. Este, mediane
carta virulenta y en términos drásticos, ordenaba al viejo maestro que
redoblase sus esfuerzos y enseñase a todo trance inglés: "so pena de tener
que apelar a recursos nada gratos para él; pero saludables para la buena marcha
de la educación progresista". Ese obligado final de las cartas del
supervisor se lo tenía bien sabido, y con un mohín de desprecio tiró a un lado
la infausta misiva. Lo inusitado del caso era que con ella le llegaban también
unos libros extraños de portadas enlucidas y paisajes a colorines, donde
mostraban sus rostros unos niños y bien comidos y mejor vestidos.
Peyo agarró uno de los libros. En
letras negras leíase: Primer. Meditó un rato y rascándose la oreja masculló:
Primer, eso debe derivarse de primero y por ende con ese libro debo iniciar mi
nuevo via crucis. Otra jeringa más. ¡Y que Peyo Mercé enseñando inglés en
inglés! Quiera que no voy a tener que adaptarme; en ello me van las
habichuelas. Será estilo Cuchilla. ¿Si yo no lo masco bien, cómo lo voy a hacer
digerir a mis discípulos? Mister Escalera quiere inglés, y lo tendrá del que
guste. Y hojeó rápidamente las olorosas páginas del recién editado libro.
De las reflexiones lo fue sacando la algarabía
de los niños campesinos que penetraban en el vetusto salón. Los mamelucos de
tirillas manchosas de plátano, las melenas lacias y tostadas, los piecesitos
apelotonados del rojo barro de los trillos y en caras marchitas el brillo tenue
de los ojos de hambre.
La indignación que le produjera la carta del
supervisor, se fue disipando a medida que se llenaba el salón de aquellos sus
hijos. Los quería por ser de su misma laya y porque le presentía un destino oscuro
como noche de cerrazón. Buenos días, don Peyo, proferían y con ligera
inclinación de cabeza se adelantaban hacia sus banco—mesas. A Peyo no le
gustaba que lo llamaran mister: "Yo he sido batatero de La Cuchilla, y a
honra lo llevo. Eso de míster me sabe a kresto, a chuingo y otras guazaberías
que ahora nos venden. Estoy manchao del plátano y tengo la vuelta del motojo. "
Se asomó a la mal recortada
ventanita en el rústico tabique como para cobrar aliento. Sobre el verde
plomizo de los cerros veteados de cimbreantes tabacales, unas nubes blancas
hinchaban sus velas luminosas de sol. En la llamarada roja de unos bucayos los
mozambiques quemaban sus alas negras. Y
sintió que le invadía un desgano, una flojedad de ánimo, que le impedía más
bien encauzar su clase al estudio de la tierra, la tierra fecunda que frutecía
en reguero de luces, en coágulo de rubíes. Le estaba penoso el retornar a la
labor cotidiana, en pleno día soleado. Y doloroso el tener que enseñar una cosa
tan árida como un inglés de Primer.
Con pasos lentos se dirigió al
frente del salón. En los labios partidos se insinuaba la risa precursora del
desplante. Un pensamiento amargo borró la risa y surcó la frente de arrugas.
Hojeó de nuevo el intruso libro. No encontraba en él nada que despertara el
interés de sus discípulos, nada que se adaptara al medio ambiente. Con júbilo
descubrió una lámina donde un crestado gallo lucía su frondoso rabo. El orondo
gallo enfilaba sus largas y curvas espuelas en las cuales muy bien podía dormir
su noche un isabelino. "Ya está, mis muchachos tendrán hoy gallo en
inglés". Y un poco más animado se decidió a enfrentarse serenamente a su
clase.
—Well, children, wi are goin to
talk in inglis tuday.-
Y mientras estas palabras, salpicadas de hipos
sofocantes salían de su boca, paseaba la mirada arisca sobre los rostros
atónitos de los niños. Y como para que no se le fuera la "rachita"
inquirió con voz atiplada -¿Understán?
— El silencio absoluto fue la
respuesta a su interrogación. Y a Peyo le dieron ganas de reprender a la clase,
¿pero cómo se iba a arreglar para hacerlo en inglés?
Y volvió a asomarse a la ventanita para cobrar
ánimo. Una calandria surcaba la plenitud azulina.
—pétalo negro en el viento-.
Y sintió más su miseria. Ansias de
liberarse. Aprovechó el momento para ensayar la pronunciación de la palabra que
iba a enseñar. Y haciendo una grotesca mueca seguida de un sonido semejante al
que se produce al estornudar, masculló -cock- -cock- -cock-. Y hastiado
increpó: "Idioma del diablo." Y se decidió a intentar un método que
se apartaba algo de lo aconsejado en las latosas pláticas pedagógicas de los
eruditos en la materia. Reinó el silencio en el salón. Peyo era querido y
respetado por sus discípulos. ¡Cosa tan inexplicable para Rogelio Escalera!
Peyo desconocía los últimos estudios sobre la personalidad del maestro y más
sobre la psicología del niño. No le gustaba concurrir a las "amañadas
clases modelo", cosa esta en la cual se fijaba mucho el supervisor.
Un chorro de luz clara penetraba por la
ventanita moteando en rojo los rostros pálidos y cabrilleando inquieta en las
sueltas cabelleras.
-Bueno, muchachos, vamos a
rejentiar hoy un poco en inglés, inglés apuras. Y mientras las palabras
brotaban trabajosas pensó echar a voleo su discursito alusivo a las bienandanzas
de lo que iba a poner en práctica. Pero la sinceridad era su defecto capital
como maestro.
Sentía que se le formaba un taco en
la garganta, y con los dedos convulsos se aflojaba el nudo de la desteñida
corbata para librarse de la opresión. Maldijo en lo más remoto del
subconsciente unas cuantas cosas, entre ellas al supervisor que lo hacía nadar
en aguas donde el que no es buen pez se ahoga. Y con resignación musitó:
"A fuete y a puya cualquier yegua vieja camina." Y la frase jíbara cobró
en su mente toda su dolorosa realidad.
Y Peyo rebuscó en su magín todos los
"devices" que se aconsejaban en los libros versados en la enseñanza
del inglés. La mente de Peyo estaba entenebrecida como noche de barrunto.
"Un atajo, un atrecho, una maña, que me saquen al camino", clamó. Y
remeciéndose la atribulada cabeza entre los toscos dedos, ante el asombro de
los alelados discípulos, dejó caer estas palabras:
¡Qué paraíso sería esto, sino fuera
por el supervisor y sus mojigangas!" Y convencido de que baldíos serían
sus esfuerzoa para conducir su clase en inglés, como otras veces se agenció un
medio propio, "un corte", como él los denominaba. Y optó por hacer
una mixtura, un mejurje, un injerto. "Y que saliera pato o
gallareta".
Levantó el libro sobre las cabezas de
sus discípulos. Y con el índice manchoso de tabaco mostró la lámina en que se
extasiaba el soberbio gallo.
—Miren, this is a cock. Repita. Y
los muchachos empezaron a corear la palabra en forma inarmónica: cock, cock,
cock. Y Peyo, los nervios excitados, la cabeza congestionada, gritó
desaforadamente:
—¡So, más despacio; ya estos condenados me han
formado la gallera aquí mismo! Se apagaron las entonadas voces. Peyo se ahogaba
del calor. Se alejó otra vez hacia la ventanita. El sudor empapaba su coloreada
camisa. Le hacía falta aire, mucho aire. Y se detuvo un momento, las manos
agarradas como garfios al marco desnivelado de la ventana.
Inconscientemente fijó la mirada en
el chorro de la quebrada vecina -una lágrima fresca en la tosca peña. Y envidió
al hijo de la Petra que sumergía la sucia cara en las aguas perladas de sol.
Hastiado se decidió a salir lo más pronto posible del lío en que se había
metido. Y con pasos nerviosos se dirigió al frente de la clase:
—Ya ustedes saben, cock es gallo en inglés, en
americano. Y volvió a señalas con el dedo manchoso de tabaco al vistoso gallo.
—Esto en inglés es cock, cock es
gallo. Vamor a ir poco a poco, que así se doma un potro, si no se desboca.
—¿Qué es esto en inglés, Teclo?
Y éste, que estaba como pasmado mirando aquel
gallo extraño, con timidez respondió: "Ese es gallo pava". Y el
vetusto salón se estremeció con el cascabeleo de las risas infantiles. Peyo
disimulando la gracia que le producían aquellas palabras, frunció el entrecejo,
por el aquel de no perder la fuerza moral, y con sorna ripostó: - Ya lo sabía,
éste se cuela en la gallera de don Cipria. ¡Y qué gallo pava! Este es un gallo
doméstico, un gallo respetable, no un gallo "mondao" como esos de
pelea. Y volvió a inquirir:
—¿Qué es esto en inglés?— Y los niños
entonaron la monótona cantinela: "Cock, cock, cock". Y Peyo se sintió
bastante complacido. Había salido ileso de aquella cruenta pelea.
Repartió algunos libros e hizo que
los abrieran en la página en que se "istoriaba" el fachendoso gallo.
-Vamos a leer un poco en inglés. Los muchachos miraban con sorpresa la página y
a duras penas podían contener los bufidos de risa.
Se le demudó el rostro. Un calofrío
le atravesó el cuerpo. Hasta pensó presentar la renuncia con carácter
irrevocable al supervisor. "Ahora sí que se le entorchó a la puerca el
rabo." Ya a tropezones, gagueando, la lengua pesada y un sabor a maya en
los labios, leyó:
"This is the cock, the cock says
cooca-doodledoo." Y Peyo se dijo para su capote. "O ese gallo tiene
pepita, o es que los americanos no oyen bien." Aquello era lo último. Pero
pensó en el pan nuestro de cada día.
"Lean conmigo: The cock says
coocadoodledoo." Y las voces temblaban en el viento mañanero. —Está
bien...
—Tellito, ¿cómo es que canta el
gallo en inglés?
—No sé, don Peyo.
—Pero, mira, muchacho, si lo acabas
de leer...
—No—, gimió Tellito, mirando la
lámina.
—Mira, canuto, el gallo dice
coocadoodledoo. Y Tellito, como excusándose, dijo: Don Peyo, ese será el cantío
del manilo americano, pero el girito de casa jace cocoroco clarito.
Peyo olvidó todo su dolor y soltó
una estrepitosa carcajada, que fue acompañada de las risas frescas de los
niños.
Asustado por la algazara, el camagüey de don
Cipria batió las tornasoladas alas y tejió en la seda azul del cielo su cocoroco
límpido y metálico.
Abelardo Díaz Alfaro