«El patio de Monipodio», óleo sobre lienzo del pintor vallisoletano Arturo Montero Calvo (1859 - 1887) |
En la venta del Molinillo, que está puesta en los fines de los
famosos campos de Alcudia, como vamos de Castilla a la Andalucía, un día de los
calurosos del verano, se hallaron en ella acaso dos muchachos de hasta edad de
catorce a quince años: el uno ni el otro no pasaban de diez y siete; ambos de
buena gracia, pero muy descosidos, rotos y maltratados; capa, no la tenían; los
calzones eran de lienzo y las medias de carne. Bien es verdad que lo enmendaban
los zapatos, porque los del uno eran alpargates, tan traídos como llevados, y
los del otro picados y sin suelas, de manera que más le servían de cormas que
de zapatos. Traía el uno montera verde de cazador, el otro un sombrero sin
toquilla, bajo de copa y ancho de falda. A la espalda y ceñida por los pechos,
traía el uno una camisa de color de camuza, encerrada y recogida toda en una
manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le
parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman
valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía
hilachas. Venían en él envueltos y guardados unos naipes de figura ovada,
porque de ejercitarlos se les habían gastado las puntas, y porque durasen más
se las cercenaron y los dejaron de aquel talle. Estaban los dos quemados del
sol, las uñas caireladas y las manos no muy limpias; el uno tenía una media
espada, y el otro un cuchillo de cachas amarillas, que los suelen llamar
vaqueros.
Saliéronse los dos a sestear en un portal, o cobertizo, que
delante de la venta se hace; y, sentándose frontero el uno del otro, el que
parecía de más edad dijo al más pequeño:
-¿De qué tierra es vuesa merced, señor gentilhombre, y para adónde
bueno camina?
-Mi tierra, señor caballero -respondió el preguntado-, no la sé,
ni para dónde camino, tampoco.
-Pues en verdad -dijo el mayor- que no parece vuesa merced del
cielo, y que éste no es lugar para hacer su asiento en él; que por fuerza se ha
de pasar adelante.
-Así es -respondió el mediano-, pero yo he dicho verdad en lo que
he dicho, porque mi tierra no es mía, pues no tengo en ella más de un padre que
no me tiene por hijo y una madrastra que me trata como alnado; el camino que
llevo es a la ventura, y allí le daría fin donde hallase quien me diese lo necesario
para pasar esta miserable vida.
-Y ¿sabe vuesa merced algún oficio? -preguntó el grande.
Y el menor respondió:
-No sé otro sino que corro como una liebre, y salto como un gamo y
corto de tijera muy delicadamente.
-Todo eso es muy bueno, útil y provechoso -dijo el grande-, porque
habrá sacristán que le dé a vuesa merced la ofrenda de Todos Santos, porque
para el Jueves Santo le corte florones de papel para el monumento.
-No es mi corte desa manera -respondió el menor-, sino que mi
padre, por la misericordia del cielo, es sastre y calcetero, y me enseñó a
cortar antiparas, que, como vuesa merced bien sabe, son medias calzas con
avampiés, que por su propio nombre se suelen llamar polainas; y córtolas tan
bien, que en verdad que me podría examinar de maestro, sino que la corta suerte
me tiene arrinconado.
-Todo eso y más acontece por los buenos -respondió el grande-, y
siempre he oído decir que las buenas habilidades son las más perdidas, pero aún
edad tiene vuesa merced para enmendar su ventura. Mas, si yo no me engaño y el
ojo no me miente, otras gracias tiene vuesa merced secretas, y no las quiere
manifestar.
-Sí tengo -respondió el pequeño-, pero no son para en público,
como vuesa merced ha muy bien apuntado.
A lo cual replicó el grande:
-Pues yo le sé decir que soy uno de los más secretos mozos que en
gran parte se puedan hallar; y, para obligar a vuesa merced que descubra su
pecho y descanse conmigo, le quiero obligar con descubrirle el mío primero;
porque imagino que no sin misterio nos ha juntado aquí la suerte, y pienso que
habemos de ser, déste hasta el último día de nuestra vida, verdaderos amigos.
«Yo, señor hidalgo, soy natural de la Fuenfrida, lugar conocido y famoso por
los ilustres pasajeros que por él de contino pasan; mi nombre es Pedro del
Rincón; mi padre es persona de calidad, porque es ministro de la Santa Cruzada:
quiero decir que es bulero, o buldero, como los llama el vulgo. Algunos días le
acompañé en el oficio, y le aprendí de manera, que no daría ventaja en echar
las bulas al que más presumiese en ello. Pero, habiéndome un día aficionado más
al dinero de las bulas que a las mismas bulas, me abracé con un talego y di
conmigo y con él en Madrid, donde con las comodidades que allí de ordinario se
ofrecen, en pocos días saqué las entrañas al talego y le dejé con más dobleces
que pañizuelo de desposado. Vino el que tenía a cargo el dinero tras mí,
prendiéronme, tuve poco favor, aunque, viendo aquellos señores mi poca edad, se
contentaron con que me arrimasen al aldabilla y me mosqueasen las espaldas por
un rato, y con que saliese desterrado por cuatro años de la Corte. Tuve
paciencia, encogí los hombros, sufrí la tanda y mosqueo, y salí a cumplir mi
destierro, con tanta priesa, que no tuve lugar de buscar cabalgaduras. Tomé de
mis alhajas las que pude y las que me parecieron más necesarias, y entre ellas
saqué estos naipes -y a este tiempo descubrió los que se han dicho, que en el
cuello traía-, con los cuales he ganado mi vida por los mesones y ventas que
hay desde Madrid aquí, jugando a la veintiuna;» y, aunque vuesa merced los vee
tan astrosos y maltratados, usan de una maravillosa virtud con quien los
entiende, que no alzará que no quede un as debajo. Y si vuesa merced es versado
en este juego, verá cuánta ventaja lleva el que sabe que tiene cierto un as a
la primera carta, que le puede servir de un punto y de once; que con esta
ventaja, siendo la veintiuna envidada, el dinero se queda en casa. Fuera desto,
aprendí de un cocinero de un cierto embajador ciertas tretas de quínolas y del
parar, a quien también llaman el andaboba; que, así como vuesa merced se puede
examinar en el corte de sus antiparas, así puedo yo ser maestro en la ciencia
vilhanesca. Con esto voy seguro de no morir de hambre, porque, aunque llegue a
un cortijo, hay quien quiera pasar tiempo jugando un rato. Y desto hemos de
hacer luego la experiencia los dos: armemos la red, y veamos si cae algún
pájaro destos arrieros que aquí hay; quiero decir que jugaremos los dos a la
veintiuna, como si fuese de veras; que si alguno quisiere ser tercero, él será
el primero que deje la pecunia.
-Sea en buen hora -dijo el otro-, y en merced muy grande tengo la
que vuesa merced me ha hecho en darme cuenta de su vida, con que me ha obligado
a que yo no le encubra la mía, que, diciéndola más breve, es ésta: «yo nací en
el piadoso lugar puesto entre Salamanca y Medina del Campo; mi padre es sastre,
enseñóme su oficio, y de corte de tisera, con mi buen ingenio, salté a cortar
bolsas. Enfadóme la vida estrecha del aldea y el desamorado trato de mi
madrastra. Dejé mi pueblo, vine a Toledo a ejercitar mi oficio, y en él he
hecho maravillas; porque no pende relicario de toca ni hay faldriquera tan
escondida que mis dedos no visiten ni mis tiseras no corten, aunque le estén guardando
con ojos de Argos. Y, en cuatro meses que estuve en aquella ciudad, nunca fui
cogido entre puertas, ni sobresaltado ni corrido de corchetes, ni soplado de
ningún cañuto. Bien es verdad que habrá ocho días que una espía doble dio
noticia de mi habilidad al Corregidor, el cual, aficionado a mis buenas partes,
quisiera verme; mas yo, que, por ser humilde, no quiero tratar con personas tan
graves, procuré de no verme con él, y así, salí de la ciudad con tanta priesa,
que no tuve lugar de acomodarme de cabalgaduras ni blancas, ni de algún coche
de retorno, o por lo menos de un carro.»
-Eso se borre -dijo Rincón-; y, pues ya nos conocemos, no hay para
qué aquesas grandezas ni altiveces: confesemos llanamente que no teníamos
blanca, ni aun zapatos.
-Sea así -respondió Diego Cortado, que así dijo el menor que se
llamaba-; y, pues nuestra amistad, como vuesa merced, señor Rincón, ha dicho,
ha de ser perpetua, comencémosla con santas y loables ceremonias.
Y, levantándose, Diego Cortado abrazó a Rincón y Rincón a él
tierna y estrechamente, y luego se pusieron los dos a jugar a la veintiuna con
los ya referidos naipes, limpios de polvo y de paja, mas no de grasa y malicia;
y, a pocas manos, alzaba tan bien por el as Cortado como Rincón, su maestro.
Salió en esto un arriero a refrescarse al portal, y pidió que
quería hacer tercio. Acogiéronle de buena gana, y en menos de media hora le
ganaron doce reales y veinte y dos maravedís, que fue darle doce lanzadas y
veinte y dos mil pesadumbres. Y, creyendo el arriero que por ser muchachos no
se lo defenderían, quiso quitalles el dinero; mas ellos, poniendo el uno mano a
su media espada y el otro al de las cachas amarillas, le dieron tanto que
hacer, que, a no salir sus compañeros, sin duda lo pasara mal.
A esta sazón, pasaron acaso por el camino una tropa de caminantes
a caballo, que iban a sestear a la venta del Alcalde, que está media legua más
adelante, los cuales, viendo la pendencia del arriero con los dos muchachos,
los apaciguaron y les dijeron que si acaso iban a Sevilla, que se viniesen con
ellos.
-Allá vamos -dijo Rincón-, y serviremos a vuesas mercedes en todo
cuanto nos mandaren.
Y, sin más detenerse, saltaron delante de las mulas y se fueron
con ellos, dejando al arriero agraviado y enojado, y a la ventera admirada de
la buena crianza de los pícaros, que les había estado oyendo su plática sin que
ellos advirtiesen en ello. Y, cuando dijo al arriero que les había oído decir
que los naipes que traían eran falsos, se pelaba las barbas, y quisiera ir a la
venta tras ellos a cobrar su hacienda, porque decía que era grandísima afrenta,
y caso de menos valer, que dos muchachos hubiesen engañado a un hombrazo tan
grande como él. Sus compañeros le detuvieron y aconsejaron que no fuese,
siquiera por no publicar su inhabilidad y simpleza. En fin, tales razones le
dijeron, que, aunque no le consolaron, le obligaron a quedarse.
En esto, Cortado y Rincón se dieron tan buena maña en servir a los
caminantes, que lo más del camino los llevaban a las ancas; y, aunque se les
ofrecían algunas ocasiones de tentar las valijas de sus medios amos, no las
admitieron, por no perder la ocasión tan buena del viaje de Sevilla, donde
ellos tenían grande deseo de verse.
Con todo esto, a la entrada de la ciudad, que fue a la oración y
por la puerta de la Aduana, a causa del registro y almojarifazgo que se paga,
no se pudo contener Cortado de no cortar la valija o maleta que a las ancas
traía un francés de la camarada; y así, con el de sus cachas le dio tan larga y
profunda herida, que se parecían patentemente las entrañas, y sutilmente le
sacó dos camisas buenas, un reloj de sol y un librillo de memoria, cosas que
cuando las vieron no les dieron mucho gusto; y pensaron que, pues el francés
llevaba a las ancas aquella maleta, no la había de haber ocupado con tan poco
peso como era el que tenían aquellas preseas, y quisieran volver a darle otro
tiento; pero no lo hicieron, imaginando que ya lo habrían echado menos y puesto
en recaudo lo que quedaba.
Habíanse despedido antes que el salto hiciesen de los que hasta
allí los habían sustentado, y otro día vendieron las camisas en el malbaratillo
que se hace fuera de la puerta del Arenal, y dellas hicieron veinte reales.
Hecho esto, se fueron a ver la ciudad, y admiróles la grandeza y sumptuosidad
de su mayor iglesia, el gran concurso de gente del río, porque era en tiempo de
cargazón de flota y había en él seis galeras, cuya vista les hizo suspirar, y
aun temer el día que sus culpas les habían de traer a morar en ellas de por
vida. Echaron de ver los muchos muchachos de la esportilla que por allí
andaban; informáronse de uno dellos qué oficio era aquél, y si era de mucho
trabajo, y de qué ganancia.
Un muchacho asturiano, que fue a quien le hicieron la pregunta,
respondió que el oficio era descansado y de que no se pagaba alcabala, y que
algunos días salía con cinco y con seis reales de ganancia, con que comía y
bebía y triunfaba como cuerpo de rey, libre de buscar amo a quien dar fianzas y
seguro de comer a la hora que quisiese, pues a todas lo hallaba en el más
mínimo bodegón de toda la ciudad.
No les pareció mal a los dos amigos la relación del asturianillo,
ni les descontentó el oficio, por parecerles que venía como de molde para poder
usar el suyo con cubierta y seguridad, por la comodidad que ofrecía de entrar
en todas las casas; y luego determinaron de comprar los instrumentos necesarios
para usalle, pues lo podían usar sin examen. Y, preguntándole al asturiano qué
habían de comprar, les respondió que sendos costales pequeños, limpios o nuevos,
y cada uno tres espuertas de palma, dos grandes y una pequeña, en las cuales se
repartía la carne, pescado y fruta, y en el costal, el pan; y él les guió donde
lo vendían, y ellos, del dinero de la galima del francés, lo compraron todo, y
dentro de dos horas pudieran estar graduados en el nuevo oficio, según les
ensayaban las esportillas y asentaban los costales. Avisóles su adalid de los
puestos donde habían de acudir: por las mañanas, a la Carnicería y a la plaza
de San Salvador; los días de pescado, a la Pescadería y a la Costanilla; todas
las tardes, al río; los jueves, a la Feria.
Toda esta lición tomaron bien de memoria, y otro día bien de
mañana se plantaron en la plaza de San Salvador; y, apenas hubieron llegado,
cuando los rodearon otros mozos del oficio, que, por lo flamante de los
costales y espuertas, vieron ser nuevos en la plaza; hiciéronles mil preguntas,
y a todas respondían con discreción y mesura. En esto, llegaron un medio
estudiante y un soldado, y, convidados de la limpieza de las espuertas de los
dos novatos, el que parecía estudiante llamó a Cortado, y el soldado a Rincón.
-En nombre sea de Dios -dijeron ambos.
-Para bien se comience el oficio -dijo Rincón-, que vuesa merced
me estrena, señor mío.
A lo cual respondió el soldado:
-La estrena no será mala, porque estoy de ganancia y soy
enamorado, y tengo de hacer hoy banquete a unas amigas de mi señora.
-Pues cargue vuesa merced a su gusto, que ánimo tengo y fuerzas
para llevarme toda esta plaza, y aun si fuere menester que ayude a guisarlo, lo
haré de muy buena voluntad.
Contentóse el soldado de la buena gracia del mozo, y díjole que si
quería servir, que él le sacaría de aquel abatido oficio. A lo cual respondió
Rincón que, por ser aquel día el primero que le usaba, no le quería dejar tan
presto, hasta ver, a lo menos, lo que tenía de malo y bueno; y, cuando no le
contentase, él daba su palabra de servirle a él antes que a un canónigo.
Rióse el soldado, cargóle muy bien, mostróle la casa de su dama,
para que la supiese de allí adelante y él no tuviese necesidad, cuando otra vez
le enviase, de acompañarle. Rincón prometió fidelidad y buen trato. Diole el
soldado tres cuartos, y en un vuelo volvió a la plaza, por no perder coyuntura;
porque también desta diligencia les advirtió el asturiano, y de que cuando
llevasen pescado menudo (conviene a saber: albures, o sardinas o acedías), bien
podían tomar algunas y hacerles la salva, siquiera para el gasto de aquel día;
pero que esto había de ser con toda sagacidad y advertimiento, porque no se
perdiese el crédito, que era lo que más importaba en aquel ejercicio.
Por presto que volvió Rincón, ya halló en el mismo puesto a
Cortado. Llegóse Cortado a Rincón, y preguntóle que cómo le había ido. Rincón
abrió la mano y mostróle los tres cuartos. Cortado entró la suya en el seno y
sacó una bolsilla, que mostraba haber sido de ámbar en los pasados tiempos;
venía algo hinchada, y dijo:
-Con ésta me pagó su reverencia del estudiante, y con dos cuartos;
mas tomadla vos, Rincón, por lo que puede suceder.
Y, habiéndosela ya dado secretamente, veis aquí do vuelve el
estudiante trasudando y turbado de muerte; y, viendo a Cortado, le dijo si
acaso había visto una bolsa de tales y tales señas, que, con quince escudos de
oro en oro y con tres reales de a dos y tantos maravedís en cuartos y en
ochavos, le faltaba, y que le dijese si la había tomado en el entretanto que
con él había andado comprando. A lo cual, con estraño disimulo, sin alterarse
ni mudarse en nada, respondió Cortado:
-Lo que yo sabré decir desa bolsa es que no debe de estar perdida,
si ya no es que vuesa merced la puso a mal recaudo.
-¡Eso es ello, pecador de mí -respondió el estudiante-: que la
debí de poner a mal recaudo, pues me la hurtaron!
-Lo mismo digo yo -dijo Cortado-; pero para todo hay remedio, si
no es para la muerte, y el que vuesa merced podrá tomar es, lo primero y
principal, tener paciencia; que de menos nos hizo Dios y un día viene tras otro
día, y donde las dan las toman; y podría ser que, con el tiempo, el que llevó
la bolsa se viniese a arrepentir y se la volviese a vuesa merced sahumada.
-El sahumerio le perdonaríamos -respondió el estudiante.
Y Cortado prosiguió diciendo:
-Cuanto más, que cartas de descomunión hay, paulinas, y buena
diligencia, que es madre de la buena ventura; aunque, a la verdad, no quisiera
yo ser el llevador de tal bolsa; porque, si es que vuesa merced tiene alguna
orden sacra, parecerme hía a mí que había cometido algún grande incesto, o
sacrilegio.
-Y ¡cómo que ha cometido sacrilegio! -dijo a esto el adolorido
estudiante-; que, puesto que yo no soy sacerdote, sino sacristán de unas
monjas, el dinero de la bolsa era del tercio de una capellanía, que me dio a
cobrar un sacerdote amigo mío, y es dinero sagrado y bendito.
-Con su pan se lo coma -dijo Rincón a este punto-; no le arriendo
la ganancia; día de juicio hay, donde todo saldrá en la colada, y entonces se
verá quién fue Callejas y el atrevido que se atrevió a tomar, hurtar y
menoscabar el tercio de la capellanía. Y ¿cuánto renta cada año? Dígame, señor
sacristán, por su vida.
-¡Renta la puta que me parió! ¡Y estoy yo agora para decir lo que
renta! -respondió el sacristán con algún tanto de demasiada cólera-. Decidme,
hermanos, si sabéis algo; si no, quedad con Dios, que yo la quiero hacer
pregonar.
-No me parece mal remedio ese -dijo Cortado-, pero advierta vuesa
merced no se le olviden las señas de la bolsa, ni la cantidad puntualmente del
dinero que va en ella; que si yerra en un ardite, no parecerá en días del
mundo, y esto le doy por hado.
-No hay que temer deso -respondió el sacristán-, que lo tengo más
en la memoria que el tocar de las campanas: no me erraré en un átomo.
Sacó, en esto, de la faldriquera un pañuelo randado para limpiarse
el sudor, que llovía de su rostro como de alquitara; y, apenas le hubo visto
Cortado, cuando le marcó por suyo. Y, habiéndose ido el sacristán, Cortado le
siguió y le alcanzó en las Gradas, donde le llamó y le retiró a una parte; y
allí le comenzó a decir tantos disparates, al modo de lo que llaman bernardinas,
cerca del hurto y hallazgo de su bolsa, dándole buenas esperanzas, sin concluir
jamás razón que comenzase, que el pobre sacristán estaba embelesado
escuchándole. Y, como no acababa de entender lo que le decía, hacía que le
replicase la razón dos y tres veces.
Estábale mirando Cortado a la cara atentamente y no quitaba los
ojos de sus ojos. El sacristán le miraba de la misma manera, estando colgado de
sus palabras. Este tan grande embelesamiento dio lugar a Cortado que concluyese
su obra, y sutilmente le sacó el pañuelo de la faldriquera; y, despidiéndose
dél, le dijo que a la tarde procurase de verle en aquel mismo lugar, porque él
traía entre ojos que un muchacho de su mismo oficio y de su mismo tamaño, que
era algo ladroncillo, le había tomado la bolsa, y que él se obligaba a saberlo,
dentro de pocos o de muchos días.
Con esto se consoló algo el sacristán, y se despidió de Cortado,
el cual se vino donde estaba Rincón, que todo lo había visto un poco apartado
dél; y más abajo estaba otro mozo de la esportilla, que vio todo lo que había
pasado y cómo Cortado daba el pañuelo a Rincón; y, llegándose a ellos, les
dijo:
-Díganme, señores galanes: ¿voacedes son de mala entrada, o no?
-No entendemos esa razón, señor galán -respondió Rincón.
-¿Qué no entrevan, señores murcios? -respondió el otro.
-Ni somos de Teba ni de Murcia -dijo Cortado-. Si otra cosa
quiere, dígala; si no, váyase con Dios.
-¿No lo entienden? -dijo el mozo-. Pues yo se lo daré a entender,
y a beber, con una cuchara de plata; quiero decir, señores, si son vuesas
mercedes ladrones. Mas no sé para qué les pregunto esto, pues sé ya que lo son;
mas díganme: ¿cómo no han ido a la aduana del señor Monipodio?
-¿Págase en esta tierra almojarifazgo de ladrones, señor galán?
-dijo Rincón.
-Si no se paga -respondió el mozo-, a lo menos regístranse ante el
señor Monipodio, que es su padre, su maestro y su amparo; y así, les aconsejo
que vengan conmigo a darle la obediencia, o si no, no se atrevan a hurtar sin
su señal, que les costará caro.
-Yo pensé -dijo Cortado- que el hurtar era oficio libre, horro de
pecho y alcabala; y que si se paga, es por junto, dando por fiadores a la
garganta y a las espaldas. Pero, pues así es, y en cada tierra hay su uso,
guardemos nosotros el désta, que, por ser la más principal del mundo, será el
más acertado de todo él. Y así, puede vuesa merced guiarnos donde está ese
caballero que dice, que ya yo tengo barruntos, según lo que he oído decir, que
es muy calificado y generoso, y además hábil en el oficio.
-¡Y cómo que es calificado, hábil y suficiente! -respondió el
mozo-. Eslo tanto, que en cuatro años que ha que tiene el cargo de ser nuestro
mayor y padre no han padecido sino cuatro en el finibusterrae, y obra de treinta envesados y de
sesenta y dos en gurapas.
-En verdad, señor -dijo Rincón-, que así entendemos esos nombres
como volar.
-Comencemos a andar, que yo los iré declarando por el camino
-respondió el mozo-, con otros algunos, que así les conviene saberlos como el
pan de la boca.
Y así, les fue diciendo y declarando otros nombres, de los que
ellos llaman germanescos o de la germanía, en el discurso de su plática, que no
fue corta, porque el camino era largo; en el cual dijo Rincón a su guía:
-¿Es vuesa merced, por ventura, ladrón?
-Sí -respondió él-, para servir a Dios y a las buenas gentes,
aunque no de los muy cursados; que todavía estoy en el año del noviciado.
A lo cual respondió Cortado:
-Cosa nueva es para mí que haya ladrones en el mundo para servir a
Dios y a la buena gente.
A lo cual respondió el mozo:
-Señor, yo no me meto en tologías; lo que sé es que cada uno en su
oficio puede alabar a Dios, y más con la orden que tiene dada Monipodio a todos
sus ahijados.
-Sin duda -dijo Rincón-, debe de ser buena y santa, pues hace que
los ladrones sirvan a Dios.
-Es tan santa y buena -replicó el mozo-, que no sé yo si se podrá
mejorar en nuestro arte. Él tiene ordenado que de lo que hurtáremos demos
alguna cosa o limosna para el aceite de la lámpara de una imagen muy devota que
está en esta ciudad, y en verdad que hemos visto grandes cosas por esta buena
obra; porque los días pasados dieron tres ansias a un cuatrero que había
murciado dos roznos, y con estar flaco y cuartanario, así las sufrió sin cantar
como si fueran nada. Y esto atribuimos los del arte a su buena devoción, porque
sus fuerzas no eran bastantes para sufrir el primer desconcierto del verdugo.
Y, porque sé que me han de preguntar algunos vocablos de los que he dicho,
quiero curarme en salud y decírselo antes que me lo pregunten. Sepan voacedes
que cuatrero es ladrón de bestias; ansia es el tormento; rosnos, los asnos, hablando con perdón; primer desconcierto es las primeras vueltas de cordel que
da el verdugo. Tenemos más: que rezamos nuestro rosario, repartido en toda la
semana, y muchos de nosotros no hurtamos el día del viernes, ni tenemos
conversación con mujer que se llame María el día del sábado.
-De perlas me parece todo eso -dijo Cortado-; pero dígame vuesa
merced: ¿hácese otra restitución o otra penitencia más de la dicha?
-En eso de restituir no hay que hablar -respondió el mozo-, porque
es cosa imposible, por las muchas partes en que se divide lo hurtado, llevando
cada uno de los ministros y contrayentes la suya; y así, el primer hurtador no
puede restituir nada; cuanto más, que no hay quien nos mande hacer esta
diligencia, a causa que nunca nos confesamos; y si sacan cartas de excomunión,
jamás llegan a nuestra noticia, porque jamás vamos a la iglesia al tiempo que
se leen, si no es los días de jubileo, por la ganancia que nos ofrece el
concurso de la mucha gente.
-Y ¿con sólo eso que hacen, dicen esos señores -dijo Cortadillo-
que su vida es santa y buena?
-Pues ¿qué tiene de malo? -replicó el mozo-. ¿No es peor ser
hereje o renegado, o matar a su padre y madre, o ser solomico?
-Sodomita querrá
decir vuesa merced -respondió Rincón.
-Eso digo -dijo el mozo.
-Todo es malo -replicó Cortado-. Pero, pues nuestra suerte ha
querido que entremos en esta cofradía, vuesa merced alargue el paso, que muero
por verme con el señor Monipodio, de quien tantas virtudes se cuentan.
-Presto se les cumplirá su deseo -dijo el mozo-, que ya desde aquí
se descubre su casa. Vuesas mercedes se queden a la puerta, que yo entraré a
ver si está desocupado, porque éstas son las horas cuando él suele dar
audiencia.
-En buena sea -dijo Rincón.
Y, adelantándose un poco el mozo, entró en una casa no muy buena,
sino de muy mala apariencia, y los dos se quedaron esperando a la puerta. Él
salió luego y los llamó, y ellos entraron, y su guía les mandó esperar en un
pequeño patio ladrillado, y de puro limpio y aljimifrado parecía que vertía
carmín de lo más fino. Al un lado estaba un banco de tres pies y al otro un
cántaro desbocado con un jarrillo encima, no menos falto que el cántaro; a otra
parte estaba una estera de enea, y en el medio un tiesto, que en Sevilla llaman
maceta, de albahaca.
Miraban los mozos atentamente las alhajas de la casa, en tanto que
bajaba el señor Monipodio; y, viendo que tardaba, se atrevió Rincón a entrar en
una sala baja, de dos pequeñas que en el patio estaban, y vio en ella dos
espadas de esgrima y dos broqueles de corcho, pendientes de cuatro clavos, y
una arca grande sin tapa ni cosa que la cubriese, y otras tres esteras de enea
tendidas por el suelo. En la pared frontera estaba pegada a la pared una imagen
de Nuestra Señora, destas de mala estampa, y más abajo pendía una esportilla de
palma, y, encajada en la pared, una almofía blanca, por do coligió Rincón que
la esportilla servía de cepo para limosna, y la almofía de tener agua bendita,
y así era la verdad.
Estando en esto, entraron en la casa dos mozos de hasta veinte
años cada uno, vestidos de estudiantes; y de allí a poco, dos de la esportilla
y un ciego; y, sin hablar palabra ninguno, se comenzaron a pasear por el patio.
No tardó mucho, cuando entraron dos viejos de bayeta, con antojos que los
hacían graves y dignos de ser respectados, con sendos rosarios de sonadoras
cuentas en las manos. Tras ellos entró una vieja halduda, y, sin decir nada, se
fue a la sala; y, habiendo tomado agua bendita, con grandísima devoción se puso
de rodillas ante la imagen, y, a cabo de una buena pieza, habiendo primero
besado tres veces el suelo y levantados los brazos y los ojos al cielo otras
tantas, se levantó y echó su limosna en la esportilla, y se salió con los demás
al patio. En resolución, en poco espacio se juntaron en el patio hasta catorce
personas de diferentes trajes y oficios. Llegaron también de los postreros dos
bravos y bizarros mozos, de bigotes largos, sombreros de grande falda, cuellos
a la valona, medias de color, ligas de gran balumba, espadas de más de marca, sendos
pistoletes cada uno en lugar de dagas, y sus broqueles pendientes de la
pretina; los cuales, así como entraron, pusieron los ojos de través en Rincón y
Cortado, a modo de que los estrañaban y no conocían. Y, llegándose a ellos, les
preguntaron si eran de la cofradía. Rincón respondió que sí, y muy servidores
de sus mercedes.
Llegóse en esto la sazón y punto en que bajó el señor Monipodio,
tan esperado como bien visto de toda aquella virtuosa compañía. Parecía de edad
de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, alto de cuerpo, moreno de rostro,
cejijunto, barbinegro y muy espeso; los ojos, hundidos. Venía en camisa, y por
la abertura de delante descubría un bosque: tanto era el vello que tenía en el
pecho. Traía cubierta una capa de bayeta casi hasta los pies, en los cuales
traía unos zapatos enchancletados, cubríanle las piernas unos zaragüelles de
lienzo, anchos y largos hasta los tobillos; el sombrero era de los de la hampa,
campanudo de copa y tendido de falda; atravesábale un tahalí por espalda y pechos
a do colgaba una espada ancha y corta, a modo de las del perrillo; las manos
eran cortas, pelosas, y los dedos gordos, y las uñas hembras y remachadas; las
piernas no se le parecían, pero los pies eran descomunales de anchos y
juanetudos. En efeto, él representaba el más rústico y disforme bárbaro del
mundo. Bajó con él la guía de los dos, y, trabándoles de las manos, los
presentó ante Monipodio, diciéndole:
-Éstos son los dos buenos mancebos que a vuesa merced dije, mi sor
Monipodio: vuesa merced los desamine y verá como son dignos de entrar en
nuestra congregación.
-Eso haré yo de muy buena gana -respondió Monipodio.
Olvidábaseme de decir que, así como Monipodio bajó, al punto,
todos los que aguardándole estaban le hicieron una profunda y larga reverencia,
excepto los dos bravos, que, a medio magate, como entre ellos se dice, le
quitaron los capelos, y luego volvieron a su paseo por una parte del patio, y
por la otra se paseaba Monipodio, el cual preguntó a los nuevos el ejercicio,
la patria y padres.
A lo cual Rincón respondió:
-El ejercicio ya está dicho, pues venimos ante vuesa merced; la
patria no me parece de mucha importancia decilla, ni los padres tam-poco, pues
no se ha de hacer información para recebir algún hábito honroso.
A lo cual respondió Monipodio:
-Vos, hijo mío, estáis en lo cierto, y es cosa muy acertada
encubrir eso que decís; porque si la suerte no corriere como debe, no es bien
que quede asentado debajo de signo de escribano, ni en el libro de las
entradas: "Fulano, hijo de Fulano, vecino de tal parte, tal día le
ahorcaron, o le azotaron", o otra cosa semejante, que, por lo menos, suena
mal a los buenos oídos; y así, torno a decir que es provechoso documento callar
la patria, encubrir los padres y mudar los propios nombres; aunque para entre
nosotros no ha de haber nada encubierto, y sólo ahora quiero saber los nombres
de los dos.
Rincón dijo el suyo y Cortado también.
-Pues, de aquí adelante -respondió Monipodio-, quiero y es mi
voluntad que vos, Rincón, os llaméis Rinconete, y vos, Cortado, Cortadillo, que
son nombres que asientan como de molde a vuestra edad y a nuestras ordenanzas,
debajo de las cuales cae tener necesidad de saber el nombre de los padres de
nuestros cofrades, porque tenemos de costumbre de hacer decir cada año ciertas
misas por las ánimas de nuestros difuntos y bienhechores, sacando el estupendo
para la limosna de quien las dice de alguna parte de lo que se garbea; y estas
tales misas, así dichas como pagadas, dicen que aprovecha[n] a las tales ánimas
por vía de naufragio, y caen debajo de nuestros bienhechores: el procurador que
nos defiende, el guro que nos avisa, el verdugo que nos tiene lástima, el que,
cuando [alguno] de nosotros va huyendo por la calle y detrás le van dando
voces: ''¡Al ladrón, al ladrón! ¡Deténganle, deténganle!'', uno se pone en
medio y se opone al raudal de los que le siguen, diciendo: ''¡Déjenle al
cuitado, que harta mala ventura lleva! ¡Allá se lo haya; castíguele su
pecado!'' Son también bienhechoras nuestras las socorridas, que de su sudor nos
socorren, ansí en la trena como en las guras; y también lo son nuestros padres
y madres, que nos echan al mundo, y el escribano, que si anda de buena, no hay
delito que sea culpa ni culpa a quien se dé mucha pena; y, por todos estos que
he dicho, hace nuestra hermandad cada año su adversario con la mayor popa y
solenidad que podemos.
-Por cierto -dijo Rinconete, ya confirmado con este nombre-, que
es obra digna del altísimo y profundísimo ingenio que hemos oído decir que
vuesa merced, señor Monipodio, tiene. Pero nuestros padres aún gozan de la
vida; si en ella les alcanzáremos, daremos luego noticia a esta felicísima y
abogada confraternidad, para que por sus almas se les haga ese naufragio o
tormenta, o ese adversario que vuesa merced dice, con la solenidad y pompa
acostumbrada; si ya no es que se hace mejor con popa y soledad, como también
apuntó vuesa merced en sus razones.
-Así se hará, o no quedará de mí pedazo -replicó Monipodio.
Y, llamando a la guía, le dijo:
-Ven acá, Ganchuelo: ¿están puestas las postas?
-Sí -dijo la guía, que Ganchuelo era su nombre-: tres centinelas
quedan avizorando, y no hay que temer que nos cojan de sobresalto.
-Volviendo, pues, a nuestro propósito -dijo Monipodio-, querría
saber, hijos, lo que sabéis, para daros el oficio y ejercicio conforme a
vuestra inclinación y habilidad.
-Yo -respondió Rinconete- sé un poquito de floreo de Vilhán; entiéndeseme
el retén; tengo buena vista para el humillo; juego bien de la sola, de las
cuatro y de las ocho; no se me va por pies el raspadillo, verrugueta y el
colmillo; éntrome por la boca de lobo como por mi casa, y atreveríame a hacer
un tercio de chanza mejor que un tercio de Nápoles, y a dar un astillazo al más
pintado mejor que dos reales prestados.
-Principios son -dijo Monipodio-, pero todas ésas son flores de
cantueso viejas, y tan usadas que no hay principiante que no las sepa, y sólo
sirven para alguno que sea tan blanco que se deje matar de media noche abajo;
pero andará el tiempo y vernos hemos: que, asentando sobre ese fundamento media
docena de liciones, yo espero en Dios que habéis de salir oficial famoso, y aun
quizá maestro.
-Todo será para servir a vuesa merced y a los señores cofrades
-res-pondió Rinconete.
-Y vos, Cortadillo, ¿qué sabéis? -preguntó Monipodio.
-Yo -respondió Cortadillo- sé la treta que dicen mete dos y saca
cinco, y sé dar tiento a una faldriquera con mucha puntualidad y destreza.
-¿Sabéis más? -dijo Monipodio.
-No, por mis grandes pecados -respondió Cortadillo.
-No os aflijáis, hijo -replicó Monipodio-, que a puerto y a
escuela habéis llegado donde ni os anegaréis ni dejaréis de salir muy bien
aprovechado en todo aquello que más os conviniere. Y en esto del ánimo, ¿cómo
os va, hijos?
-¿Cómo nos ha de ir -respondió Rinconete- sino muy bien? Ánimo
tenemos para acometer cualquiera empresa de las que tocaren a nuestro arte y
ejercicio.
-Está bien -replicó Monipodio-, pero querría yo que también le
tuviésedes para sufrir, si fuese menester, media docena de ansias sin desplegar
los labios y sin decir esta boca es mía.
-Ya sabemos aquí -dijo Cortadillo-, señor Monipodio, qué quiere
decir ansias, y para todo tenemos ánimo; porque no somos tan ignorantes que no
se nos alcance que lo que dice la lengua paga la gorja; y harta merced le hace
el cielo al hombre atrevido, por no darle otro título, que le deja en su lengua
su vida o su muerte, ¡como si tuviese más letras un no que un sí!
-¡Alto, no es menester más! -dijo a esta sazón Monipodio-. Digo
que sola esa razón me convence, me obliga, me persuade y me fuerza a que desde
luego asentéis por cofrades mayores y que se os sobrelleve el año del
noviciado.
-Yo soy dese parecer -dijo uno de los bravos.
Y a una voz lo confirmaron todos los presentes, que toda la
plática habían estado escuchando, y pidieron a Monipodio que desde luego les
concediese y permitiese gozar de las inmunidades de su cofradía, porque su
presencia agradable y su buena plática lo merecía todo. Él respondió que, por
dalles contento a todos, desde aquel punto se las concedía, y advirtiéndoles
que las estimasen en mucho, porque eran no pagar media nata del primer hurto
que hiciesen; no hacer oficios menores en todo aquel año, conviene a saber: no
llevar recaudo de ningún hermano mayor a la cárcel, ni a la casa, de parte de
sus contribuyentes; piar el turco puro; hacer banquete cuando, como y adonde
quisieren, sin pedir licencia a su mayoral; entrar a la parte, desde luego, con
lo que entrujasen los hermanos mayores, como uno dellos, y otras cosas que
ellos tuvieron por merced señaladísima, y lo[s] demás, con palabras muy
comedidas, las agradecieron mucho.
Estando en esto, entró un muchacho corriendo y desalenta-do, y
dijo:
-El alguacil de los vagabundos viene encaminado a esta casa, pero
no trae consigo gurullada.
-Nadie se alborote -dijo Monipodio-, que es amigo y nunca viene
por nuestro daño. Sosiéguense, que yo le saldré a hablar.
Todos se sosegaron, que ya estaban algo sobresaltados, y Monipodio
salió a la puerta, donde halló al alguacil, con el cual estuvo hablando un
rato, y luego volvió a entrar Monipodio y preguntó:
-¿A quién le cupo hoy la plaza de San Salvador?
-A mí -dijo el de la guía.
-Pues ¿cómo -dijo Monipodio- no se me ha manifestado una bolsilla
de ámbar que esta mañana en aquel paraje dio al traste con quince escudos de
oro y dos reales de a dos y no sé cuántos cuartos?
-Verdad es -dijo la guía- que hoy faltó esa bolsa, pero yo no la
he tomado, ni puedo imaginar quién la tomase.
-¡No hay levas conmigo! -replicó Monipodio-. ¡La bolsa ha de
parecer, porque la pide el alguacil, que es amigo y nos hace mil placeres al
año!
Tornó a jurar el mozo que no sabía della. Comenzóse a encolerizar
Monipodio, de manera que parecía que fuego vivo lanzaba por los ojos, diciendo:
-¡Nadie se burle con quebrantar la más mínima cosa de nuestra
orden, que le costará la vida! Manifiéstese la cica; y si se encubre por no
pagar los derechos, yo le daré enteramente lo que le toca y pondré lo demás de
mi casa; porque en todas maneras ha de ir contento el alguacil.
Tornó de nuevo a jurar el mozo y a maldecirse, diciendo que él no
había tomado tal bolsa ni vístola de sus ojos; todo lo cual fue poner más fuego
a la cólera de Monipodio, y dar ocasión a que toda la junta se alborotase,
viendo que se rompían sus estatutos y buenas ordenanzas.
Viendo Rinconete, pues, tanta disensión y alboroto, parecióle que
sería bien sosegalle y dar contento a su mayor, que reventaba de rabia; y,
aconsejándose con su amigo Cortadilo, con parecer de entrambos, sacó la bolsa
del sacristán y dijo:
-Cese toda cuestión, mis señores, que ésta es la bolsa, sin
faltarle nada de lo que el alguacil manifiesta; que hoy mi camarada Cortadillo
le dio alcance, con un pañuelo que al mismo dueño se le quitó por añadidura.
Luego sacó Cortadillo el pañizuelo y lo puso de manifiesto; viendo
lo cual, Monipodio dijo:
-Cortadillo el Bueno, que con este título y renombre ha de quedar
de aquí adelante, se quede con el pañuelo y a mi cuenta se quede la satisfación
deste servicio; y la bolsa se ha de llevar el alguacil, que es de un sacristán
pariente suyo, y conviene que se cumpla aquel refrán que dice: "No es
mucho que a quien te da la gallina entera, tú des una pierna della". Más
disimula este buen alguacil en un día que nosotros le podremos ni solemos dar
en ciento.
De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos
modernos y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa
al alguacil; y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien
como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por
los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.
Al volver, que volvió, Monipodio, entraron con él dos mozas,
afeitados los rostros, llenos de color los labios y de albayalde los pechos,
cubiertas con medios mantos de anascote, llenas de desenfado y desvergüenza:
señales claras por donde, en viéndolas Rinconete y Cortadillo, conocieron que
eran de la casa llana; y no se engañaron en nada. Y, así como entraron, se
fueron con los brazos abiertos, la una a Chiquiznaque y la otra a Maniferro,
que éstos eran los nombres de los dos bravos; y el de Maniferro era porque
traía una mano de hierro, en lugar de otra que le habían cortado por justicia.
Ellos las abrazaron con grande regocijo, y les preguntaron si traían algo con
que mojar la canal maestra.
-Pues, ¿había de faltar, diestro mío? -respondió la una, que se
llamaba la Gananciosa-. No tardará mucho a venir Silbatillo, tu trainel, con la
canasta de colar atestada de lo que Dios ha sido servido.
Y así fue verdad, porque al instante entró un muchacho con una
canasta de colar cubierta con una sábana.
Alegráronse todos con la entrada de Silbato, y al momento mandó
sacar Monipodio una de las esteras de enea que estaban en el aposento, y
tenderla en medio del patio. Y ordenó, asimismo, que todos se sentasen a la
redonda; porque, en cortando la cólera, se trataría de lo que mas conviniese. A
esto, dijo la vieja que había rezado a la imagen:
-Hijo Monipodio, yo no estoy para fiestas, porque tengo un vaguido
de cabeza, dos días ha, que me trae loca; y más, que antes que sea mediodía
tengo de ir a cumplir mis devociones y poner mis candelicas a Nuestra Señora de
las Aguas y al Santo Crucifijo de Santo Agustín, que no lo dejaría de hacer si
nevase y ventiscase. A lo que he venido es que anoche el Renegado y Centopiés
llevaron a mi casa una canasta de colar, algo mayor que la presente, llena de
ropa blanca; y en Dios y en ni ánima que venía con su cernada y todo, que los
pobretes no debieron de tener lugar de quitalla, y venían sudando la gota tan
gorda, que era una compasión verlos entrar ijadeando y corriendo agua de sus
rostros, que parecían unos angelicos. Dijéronme que iban en seguimiento de un
ganadero que había pesado ciertos carneros en la Carnicería, por ver si le
podían dar un tiento en un grandísimo gato de reales que llevaba. No
desembanastaron ni contaron la ropa, fiados en la entereza de mi conciencia; y
así me cumpla Dios mis buenos deseos y nos libre a todos de poder de justicia,
que no he tocado a la canasta, y que se está tan entera como cuando nació.
-Todo se le cree, señora madre -respondió Monipodio-, y estése así
la canasta, que yo iré allá, a boca de sorna, y haré cala y cata de lo que
tiene, y daré a cada uno lo que le tocare, bien y fielmente, como tengo de
costumbre.
-Sea como vos lo ordenáredes, hijo -respondió la vieja-; y, porque
se me hace tarde, dadme un traguillo, si tenéis, para consolar este estómago,
que tan desmayado anda de contino.
-Y ¡qué tal lo beberéis, madre mía! -dijo a esta sazón la
Escalanta, que así se llamaba la compañera de la Gananciosa.
Y, descubriendo la canasta, se manifestó una bota a modo de cuero,
con hasta dos arrobas de vino, y un corcho que podría caber sosegadamente y sin
apremio hasta una azumbre; y, llenándole la Escalanta, se le puso en las manos
a la devotísima vieja, la cual, tomándole con ambas manos y habiéndole soplado
un poco de espuma, dijo:
-Mucho echaste, hija Escalanta, pero Dios dará fuerzas para todo.
Y, aplicándosele a los labios, de un tirón, sin tomar aliento, lo
trasegó del corcho al estómago, y acabó diciendo:
-De Guadalcanal es, y aun tiene un es no es de yeso el señorico.
Dios te consuele, hija, que así me has consolado; sino que temo que me ha de
hacer mal, porque no me he desayunado.
-No hará, madre -respondió Monipodio-, porque es trasañejo.
-Así lo espero yo en la Virgen -respondió la Vieja.
Y añadió:
-Mirad, niñas, si tenéis acaso algún cuarto para comprar las
candelicas de mi devoción, porque, con la priesa y gana que tenía de venir a
traer las nuevas de la canasta, se me olvidó en casa la escarcela.
-Yo sí tengo, señora Pipota -(que éste era el nombre de la buena
vieja) respondió la Gananciosa-; tome, ahí le doy dos cuartos: del uno le ruego
que compre una para mí, y se la ponga al señor San Miguel; y si puede comprar
dos, ponga la otra al señor San Blas, que son mis abogados. Quisiera que
pusiera otra a la señora Santa Lucía, que, por lo de los ojos, también le tengo
devoción, pero no tengo trocado; mas otro día habrá donde se cumpla con todos.
-Muy bien harás, hija, y mira no seas miserable; que es de mucha
importancia llevar la persona las candelas delante de sí antes que se muera, y
no aguardar a que las pongan los herederos o albaceas.
-Bien dice la madre Pipota -dijo la Escalanta.
Y, echando mano a la bolsa, le dio otro cuarto y le encargó que
pusiese otras dos candelicas a los santos que a ella le pareciesen que eran de
los más aprovechados y agradecidos. Con esto, se fue la Pipota, diciéndoles:
-Holgaos, hijos, ahora que tenéis tiempo; que vendrá la vejez y
lloraréis en ella los ratos que perdistes en la mocedad, como yo los lloro; y
encomendadme a Dios en vuestras oraciones, que yo voy a hacer lo mismo por mí y
por vosotros, porque Él nos libre y conserve en nuestro trato peligroso, sin
sobresaltos de justicia.
Y con esto, se fue.
Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la
Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fue
un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una
cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito. Manifestó luego medio queso
de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran
cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos,
y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce, y
ninguno dellos dejó de sacar su cuchillo de cachas amarillas, si no fue
Rinconete, que sacó su media espada. A los dos viejos de bayeta y a la guía
tocó el escanciar con el corcho de colmena. Mas, apenas habían comenzado a dar
asalto a las naranjas, cuando les dio a todos gran sobresalto los golpes que
dieron a la puerta. Mandóles Monipodio que se sosegasen, y, entrando en la sala
baja y descolgando un broquel, puesto mano a la espada, llegó a la puerta y con
voz hueca y espantosa preguntó:
-¿Quién llama?
Respondieron de fuera:
-Yo soy, que no es nadie, señor Monipodio: Tagarete soy, centinela
desta mañana, y vengo a decir que viene aquí Juliana la Cariharta, toda
desgreñada y llorosa, que parece haberle sucedido algún desastre.
En esto llegó la que decía, sollozando, y, sintiéndola Monipodio,
abrió la puerta, y mandó a Tagarete que se volviese a su posta y que de allí adelante
avisase lo que viese con menos estruendo y ruido. Él dijo que así lo haría.
Entró la Cariharta, que era una moza del jaez de las otras y del mismo oficio.
Venía descabellada y la cara llena de tolondrones, y, así como entró en el
patio, se cayó en el suelo desmayada. Acudieron a socorrerla la Gananciosa y la
Escalanta, y, desabrochándola el pecho, la hallaron toda denegrida y como
magullada. Echáronle agua en el rostro, y ella volvió en sí, diciendo a voces:
-¡La justicia de Dios y del Rey venga sobre aquel ladrón
desuellacaras, sobre aquel cobarde bajamanero, sobre aquel pícaro lendroso, que
le he quitado más veces de la horca que tiene pelos en las barbas! ¡Desdichada
de mí! ¡Mirad por quién he perdido y gastado mi mocedad y la flor de mis años,
sino por un bellaco desalmado, facinoroso e incorregible!
-Sosiégate, Cariharta -dijo a esta sazón Monipodio-, que aquí
estoy yo que te haré justicia. Cuéntanos tu agravio, que más estarás tú en
contarle que yo en hacerte vengada; dime si has habido algo con tu respecto;
que si así es y quieres venganza, no has menester más que boquear.
-¿Qué respecto? -respondió Juliana-. Respectada me vea yo en los
infiernos, si más lo fuere de aquel león con las ovejas y cordero con los
hombres. ¿Con aquél había yo de comer más pan a manteles, ni yacer en uno?
Primero me vea yo comida de adivas estas carnes, que me ha parado de la manera
que ahora veréis.
Y, alzándose al instante las faldas hasta la rodilla, y aun un
poco más, las descubrió llenas de cardenales.
-Desta manera -prosiguió- me ha parado aquel ingrato del Repolido,
debiéndome más que a la madre que le parió. Y ¿por qué pensáis que lo ha hecho?
¡Montas, que le di yo ocasión para ello! No, por cierto, no lo hizo más sino
porque, estando jugando y perdiendo, me envió a pedir con Cabrillas, su
trainel, treinta reales, y no le envié más de veinte y cuatro, que el trabajo y
afán con que yo los había ganado ruego yo a los cielos que vaya en descuento de
mis pecados. Y, en pago desta cortesía y buena obra, creyendo él que yo le
sisaba algo de la cuenta que él allá en su imaginación había hecho de lo que yo
podía tener, esta mañana me sacó al campo, detrás de la Güerta del Rey, y allí,
entre unos olivares, me desnudó, y con la petrina, sin escusar ni recoger los
hierros, que en malos grillos y hierros le vea yo, me dio tantos azotes que me
dejó por muerta. De la cual verdadera historia son buenos testigos estos
cardenales que miráis.
Aquí tornó a levantar las voces, aquí volvió a pedir justicia, y
aquí se la prometió de nuevo Monipodio y todos los bravos que allí estaban. La
Gananciosa tomó la mano a consolalla, diciéndole que ella diera de muy buena
gana una de las mejores preseas que tenía porque le hubiera pasado otro tanto
con su querido.
-Porque quiero -dijo- que sepas, hermana Cariharta, si no lo
sabes, que a lo que se quiere bien se castiga; y cuando estos bellacones nos
dan, y azotan y acocean, entonces nos adoran; si no, confiésame una verdad, por
tu vida: después que te hubo Repolido castigado y brumado, ¿no te hizo alguna
caricia?
-¿Cómo una? -respondió la llorosa-. Cien mil me hizo, y diera él
un dedo de la mano porque me fuera con él a su posada; y aun me parece que casi
se le saltaron las lágrimas de los ojos después de haberme molido.
-No hay dudar en eso -replicó la Gananciosa-. Y lloraría de pena
de ver cuál te había puesto; que en estos tales hombres, y en tales casos, no
han cometido la culpa cuando les viene el arrepentimiento; y tú verás, hermana,
si no viene a buscarte antes que de aquí nos vamos, y a pedirte perdón de todo
lo pasado, rindiéndosete como un cordero.
-En verdad -respondió Monipodio- que no ha de entrar por estas
puertas el cobarde envesado, si primero no hace una manifiesta penitencia del
cometido delito. ¿Las manos había él de ser osado ponerlas en el rostro de la
Cariharta, ni en sus carnes, siendo persona que puede competir en limpieza y
gan[an]cia con la misma Gananciosa que está delante, que no lo puedo más
encarecer?
-¡Ay! -dijo a esta sazón la Juliana-. No diga vuesa merced, señor
Monipodio, mal de aquel maldito, que con cuán malo es, le quiero más que a las
telas de mi corazón, y hanme vuelto el alma al cuerpo las razones que en su
abono me ha dicho mi amiga la Gananciosa, y en verdad que estoy por ir a buscarle.
-Eso no harás tú por mi consejo -replicó la Gananciosa-, porque se
estenderá y ensanchará y hará tretas en ti como en cuerpo muerto. Sosiégate,
hermana, que antes de mucho le verás venir tan arrepentido como he dicho; y si
no viniere, escribirémosle un papel en coplas que le amargue.
-Eso sí -dijo la Cariharta-, que tengo mil cosas que escribirle.
-Yo seré el secretario cuando sea menester -dijo Monipodio-; y,
aunque no soy nada poeta, todavía, si el hombre se arremanga, se atreverá a
hacer dos millares de coplas en daca las pajas, y, cuando no salieren como
deben, yo tengo un barbero amigo, gran poeta, que nos hinchirá las medidas a
todas horas; y en la de agora acabemos lo que teníamos comenzado del almuerzo,
que después todo se andará.
Fue contenta la Juliana de obedecer a su mayor; y así, todos
volvieron a su gaudeamus, y en poco espacio vieron el fondo de
la canasta y las heces del cuero. Los viejos bebieron sine fine; los mozos adunia; las señoras, los quiries. Los viejos pidieron
licencia para irse. Diósela luego Monipodio, encargándoles viniesen a dar
noticia con toda puntualidad de todo aquello que viesen ser útil y conveniente
a la comunidad. Respondieron que ellos se lo tenían bien en cuidado y fuéronse.
Rinconete, que de suyo era curioso, pidiendo primero perdón y
licencia, preguntó a Monipodio que de qué servían en la cofradía dos personajes
tan canos, tan graves y apersonados. A lo cual respondió Monipodio que
aquéllos, en su germanía y manera de hablar, se llamaban avispones, y que
servían de andar de día por toda la ciudad avispando en qué casas se podía dar
tiento de noche, y en seguir los que sacaban dinero de la Contratación o Casa
de la Moneda, para ver dónde lo llevaban, y aun dónde lo ponían; y, en
sabiéndolo, tanteaban la groseza del muro de la tal casa y diseñaban el lugar
más conveniente para hacer los guzpátaros -que son agujeros- para facilitar la
entrada. En resolución, dijo que era la gente de más o de tanto provecho que
había en su hermandad, y que de todo aquello que por su industria se hurtaba
llevaban el quinto, como Su Majestad de los tesoros; y que, con todo esto, eran
hombres de mucha verdad, y muy honrados, y de buena vida y fama, temerosos de
Dios y de sus conciencias, que cada día oían misa con estraña devoción.
-Y hay dellos tan comedidos, especialmente estos dos que de aquí
se van agora, que se contentan con mucho menos de lo que por nuestros aranceles
les toca. Otros dos que hay son palanquines, los cuales, como por momentos
mudan casas, saben las entradas y salidas de todas las de la ciudad, y cuáles
pueden ser de provecho y cuáles no.
-Todo me parece de perlas -dijo Rinconete-, y querría ser de algún
provecho a tan famosa cofradía.
-Siempre favorece el cielo a los buenos deseos -dijo Monipodio.
Estando en esta plática, llamaron a la puerta; salió Monipodio a
ver quién era, y, preguntándolo, respondieron:
-Abra voacé, sor Monipodio, que el Repolido soy.
Oyó esta voz Cariharta y, alzando al cielo la suya, dijo:
-No le abra vuesa merced, señor Monipodio; no le abra a ese
marinero de Tarpeya, a este tigre de Ocaña.
No dejó por esto Monipodio de abrir a Repolido; pero, viendo la
Cariharta que le abría, se levantó corriendo y se entró en la sala de los
broqueles, y, cerrando tras sí la puerta, desde dentro, a grandes voces decía:
-Quítenmele de delante a ese gesto de por demás, a ese verdugo de
inocentes, asombrador de palomas duendas.
Maniferro y Chiquiznaque tenían a Repolido, que en todas maneras
quería entrar donde la Cariharta estaba; pero, como no le dejaban, decía desde
afuera:
-¡No haya más, enojada mía; por tu vida que te sosiegues, ansí te
veas casada!
-¿Casada yo, malino? -respondió la Cariharta-. ¡Mirá en qué tecla
toca! ¡Ya quisieras tú que lo fuera contigo, y antes lo sería yo con una
sotomía de muerte que contigo!
-¡Ea, boba -replicó Repolido-, acabemos ya, que es tarde, y mire
no se ensanche por verme hablar tan manso y venir tan rendido; porque, ¡vive el
Dador!, si se me sube la cólera al campanario, que sea peor la recaída que la
caída! Humíllese, y humillémonos todos, y no demos de comer al diablo.
-Y aun de cenar le daría yo -dijo la Cariharta-, porque te llevase
donde nunca más mis ojos te viesen.
-¿No os digo yo? -dijo Repolido-. ¡Por Dios que voy oliendo,
señora trinquete, que lo tengo de echar todo a doce, aunque nunca se venda!
A esto dijo Monipodio:
-En mi presencia no ha de haber demasías: la Cariharta saldrá, no
por amenazas, sino por amor mío, y todo se hará bien; que las riñas entre los
que bien se quieren son causa de mayor gusto cuando se hacen las paces. ¡Ah
Juliana! ¡Ah niña! ¡Ah Cariharta mía! Sal acá fuera por mi amor, que yo haré
que el Repolido te pida perdón de rodillas.
-Como él eso haga -dijo la Escalanta-, todas seremos en su favor y
en rogar a Juliana salga acá fuera.
-Si esto ha de ir por vía de rendimiento que güela a menoscabo de
la persona -dijo el Repolido-, no me rendiré a un ejército formado de
esguízaros; mas si es por vía de que la Cariharta gusta dello, no digo yo
hincarme de rodillas, pero un clavo me hincaré por la frente en su servicio.
Riyéronse desto Chiquiznaque y Maniferro, de lo cual se enojó
tanto el Repolido, pensando que hacían burla dél, que dijo con muestras de
infinita cólera:
-Cualquiera que se riere o se pensare reír de lo que la Cariharta,
o contra mí, o yo contra ella hemos dicho o dijéremos, digo que miente y
mentirá todas las veces que se riere, o lo pensare, como ya he dicho.
Miráronse Chiquiznaque y Maniferro de tan mal garbo y talle, que
advirtió Monipodio que pararía en un gran mal si no lo remediaba; y así,
poniéndose luego en medio dellos, dijo:
-No pase más adelante, caballeros; cesen aquí palabras mayores, y
desháganse entre los dientes; y, pues las que se han dicho no llegan a la
cintura, nadie las tome por sí.
-Bien seguros estamos -respondió Chiquiznaque- que no se dijeron
ni dirán semejantes monitorios por nosotros; que, si se hubiera imaginado que
se decían, en manos estaba el pandero que lo supiera bien tañer.
-También tenemos acá pandero, sor Chiquiznaque -replicó el
Repolido-, y también, si fuere menester, sabremos tocar los cascabeles, y ya he
dicho que el que se huelga, miente; y quien otra cosa pensare, sígame, que con
un palmo de espada menos hará el hombre que sea lo dicho dicho.
Y, diciendo esto, se iba a salir por la puerta afuera. Estábalo
escuchando la Cariharta, y, cuando sintió que se iba enojado, salió diciendo:
-¡Ténganle no se vaya, que hará de las suyas! ¿No veen que va
enojado, y es un Judas Macarelo en esto de la valentía? ¡Vuelve acá, valentón
del mundo y de mis ojos!
Y, cerrando con él, le asió fuertemente de la capa, y, acudiendo
también Monipodio, le detuvieron. Chiquiznaque y Maniferro no sabían si
enojarse o si no, y estuviéronse quedos esperando lo que Repolido haría; el
cual, viéndose rogar de la Cariharta y de Monipodio, volvió diciendo:
-Nunca los amigos han de dar enojo a los amigos, ni hacer burla de
los amigos, y más cuando veen que se enojan los amigos.
-No hay aquí amigo -respondió Maniferro- que quiera enojar ni
hacer burla de otro amigo; y, pues todos somos amigos, dense las manos los
amigos.
A esto dijo Monipodio:
-Todos voacedes han hablado como buenos amigos, y como tales
amigos se den las manos de amigos.
Diéronselas luego, y la Escalanta, quitándose un chapín, comenzó a
tañer en él como en un pandero; la Gananciosa tomó una escoba de palma nueva,
que allí se halló acaso, y, rascándola, hizo un son que, aunque ronco y áspero,
se concertaba con el del chapín. Monipodio rompió un plato y hizo dos
tejoletas, que, puestas entre los dedos y repicadas con gran ligereza, llevaba
el contrapunto al chapín y a la escoba.
Espantáronse Rinconete y Cortadillo de la nueva invención de la
escoba, porque hasta entonces nunca la habían visto. Conociólo Maniferro y
díjoles:
-¿Admíranse de la escoba? Pues bien hacen, pues música más presta
y más sin pesadumbre, ni más barata, no se ha inventado en el mundo; y en
verdad que oí decir el otro día a un estudiante que ni el Negrofeo, que sacó a
la Arauz del infierno; ni el Marión, que subió sobre el delfín y salió del mar
como si viniera caballero sobre una mula de alquiler; ni el otro gran músico
que hizo una ciudad que tenía cien puertas y otros tantos postigos, nunca
inventaron mejor género de música, tan fácil de deprender, tan mañera de tocar,
tan sin trastes, clavijas ni cuerdas, y tan sin necesidad de templarse; y aun
voto a tal, que dicen que la inventó un galán desta ciudad, que se pica de ser
un Héctor en la música.
-Eso creo yo muy bien -respondió Rinconete-, pero escuchemos lo
que quieren cantar nuestros músicos, que parece que la Gananciosa ha escupido,
señal de que quiere cantar.
Y así era la verdad, porque Monipodio le había rogado que cantase
algunas seguidillas de las que se usaban; mas la que comenzó primero fue la
Escalanta, y con voz sutil y quebradiza cantó lo siguiente:
Por un sevillano, rufo a lo valón,
tengo socarrado todo el corazón.
Siguió la Gananciosa cantando:
Por un morenico de color verde,
¿cuál es la fogosa que no se pierde?
Y luego Monipodio, dándose gran priesa al meneo de sus tejoletas,
dijo:
Riñen dos amantes, hácese la paz:
si el enojo es grande, es el gusto más.
No quiso la Cariharta pasar su gusto en silencio, porque, tomando
otro chapín, se metió en danza, y acompañó a las demás diciendo:
Detente, enojado, no me azotes más;
que si bien lo miras, a tus carnes das.
-Cántese a lo llano -dijo a esta sazón Repolido-, y no se toquen
estorias pasadas, que no hay para qué: lo pasado sea pasado, y tómese otra
vereda, y basta.
Talle llevaban de no acabar tan presto el comenzado cántico, si no
sintieran que llamaban a la puerta apriesa; y con ella salió Monipodio a ver
quién era, y la centinela le dijo cómo al cabo de la calle había asomado el
alcalde de la justicia, y que delante dél venían el Tordillo y el Cernícalo,
corchetes neutrales. Oyéronlo los de dentro, y alborotáronse todos de manera
que la Cariharta y la Escalanta se calzaron sus chapines al revés, dejó la
escoba la Gananciosa, Monipodio sus tejoletas, y quedó en turbado silencio toda
la música, enmudeció Chiquiznaque, pasmóse Repolido y suspendióse Maniferro; y
todos, cuál por una y cuál por otra parte, desaparecieron, subiéndose a las
azoteas y tejados, para escaparse y pasar por ellos a otra calle. Nunca ha
disparado arcabuz a deshora, ni trueno repentino espantó así a banda de
descuidadas palomas, como puso en alboroto y espanto a toda aquella recogida
compañía y buena gente la nueva de la venida del alcalde de la justicia. Los
dos novicios, Rinconete y Cortadillo, no sabían qué hacerse, y estuviéronse
quedos, esperando ver en qué paraba aquella repentina borrasca, que no paró en
más de volver la centinela a decir que el alcalde se había pasado de largo, sin
dar muestra ni resabio de mala sospecha alguna.
Y, estando diciendo esto a Monipodio, llegó un caballero mozo a la
puerta, vestido, como se suele decir, de barrio; Monipodio le entró consigo, y
mandó llamar a Chiquiznaque, a Maniferro y al Repolido, y que de los demás no
bajase alguno. Como se habían quedado en el patio, Rinconete y Cortadillo
pudieron oír toda la plática que pasó Monipodio con el caballero recién venido,
el cual dijo a Monipodio que por qué se había hecho tan mal lo que le había
encomendado. Monipodio respondió que aún no sabía lo que se había hecho; pero
que allí estaba el oficial a cuyo cargo estaba su negocio, y que él daría muy
buena cuenta de sí.
Bajó en esto Chiquiznaque, y preguntóle Monipodio si había
cum-plido con la obra que se le encomendó de la cuchillada de a catorce.
-¿Cuál? -respondió Chiquiznaque-. ¿Es la de aquel mercader de la
Encrucijada?
-Ésa es -dijo el caballero.
-Pues lo que en eso pasa -respondió Chiquiznaque- es que yo le
aguardé anoche a la puerta de su casa, y él vino antes de la oración; lleguéme
cerca dél, marquéle el rostro con la vista, y vi que le tenía tan pequeño que
era imposible de toda imposibilidad caber en él cuchillada de catorce puntos;
y, hallándome imposibilitado de poder cumplir lo prometido y de hacer lo que
llevaba en mi destruición...
-Instrucción querrá
vuesa merced decir -dijo el caballero-, que no destruición.
-Eso quise decir -respondió Chiquiznaque-. Digo que, viendo que en
la estrecheza y poca cantidad de aquel rostro no cabían los puntos propuestos,
porque no fuese mi ida en balde, di la cuchillada a un lacayo suyo, que a buen
seguro que la pueden poner por mayor de marca.
-Más quisiera -dijo el caballero- que se la hubiera dado al amo
una de a siete, que al criado la de a catorce. En efeto, conmigo no se ha
cumplido como era razón, pero no importa; poca mella me harán los treinta
ducados que dejé en señal. Beso a vuesas mercedes las manos.
Y, diciendo esto, se quitó el sombrero y volvió las espaldas para
irse; pero Monipodio le asió de la capa de mezcla que traía puesta, diciéndole:
-Voacé se detenga y cumpla su palabra, pues nosotros hemos
cumplido la nuestra con mucha honra y con mucha ventaja: veinte ducados faltan,
y no ha de salir de aquí voacé sin darlos, o prendas que lo valgan.
-Pues, ¿a esto llama vuesa merced cumplimiento de palabra
-res-pondió el caballero-: dar la cuchillada al mozo, habiéndose de dar al amo?
-¡Qué bien está en la cuenta el señor! -dijo Chiquiznaque-. Bien
parece que no se acuerda de aquel refrán que dice: "Quien bien quiere a
Beltrán, bien quiere a su can".
-¿Pues en qué modo puede venir aquí a propósito ese refrán?
-re-plicó el caballero.
-¿Pues no es lo mismo -prosiguió Chiquiznaque- decir: "Quien
mal quiere a Beltrán, mal quiere a su can"? Y así, Beltrán es el mercader,
voacé le quiere mal, su lacayo es su can; y dando al can se da a Beltrán, y la
deuda queda líquida y trae aparejada ejecución; por eso no hay más sino pagar
luego sin apercebimiento de remate.
-Eso juro yo bien -añadió Monipodio-, y de la boca me quitaste,
Chiquiznaque amigo, todo cuanto aquí has dicho; y así, voacé, señor galán, no
se meta en puntillos con sus servidores y amigos, sino tome mi consejo y pague
luego lo trabajado; y si fuere servido que se le dé otra al amo, de la cantidad
que pueda llevar su rostro, haga cuenta que ya se la están curando.
-Como eso sea -respondió el galán-, de muy entera voluntad y gana
pagaré la una y la otra por entero.
-No dude en esto -dijo Monipodio- más que en ser cristiano; que
Chiquiznaque se la dará pintiparada, de manera que parezca que allí se le
nació.
-Pues con esa seguridad y promesa -respondió el caballero-,
recíbase esta cadena en prendas de los veinte ducados atrasados y de cuarenta
que ofrezco por la venidera cuchillada. Pesa mil reales, y podría ser que se
quedase rematada, porque traigo entre ojos que serán menester otros catorce
puntos antes de mucho.
Quitóse, en esto, una cadena de vueltas menudas del cuello y
diósela a Monipodio, que al color y al peso bien vio que no era de alquimia.
Monipodio la recibió con mucho contento y cortesía, porque era en estremo bien
criado; la ejecución quedó a cargo de Chiquiznaque, que sólo tomó término de
aquella noche. Fuese muy satisfecho el caballero, y luego Monipodio llamó a
todos los ausentes y azorados. Bajaron todos, y, poniéndose Monipodio en medio
dellos, sacó un libro de memoria que traía en la capilla de la capa y dióselo a
Rinconete que leyese, porque él no sabía leer. Abrióle Rinconete, y en la
primera hoja vio que decía:
MEMORIA
DE LAS CUCHILLADAS
QUE
SE HAN DE DAR ESTA SEMANA
La primera, al mercader de la encrucijada: vale
cincuenta escudos. Están recebidos treinta a buena cuenta. Secutor,
Chiquiznaque.
-No creo que hay otra, hijo -dijo Monipodio-; pasá adelante y mirá
donde dice: MEMORIA DE PALOS.
Volvió la hoja Rinconete, y vio que en otra estaba escrito:
MEMORIA
DE PALOS
Y más abajo decía:
Al bodegonero de la Alfalfa, doce palos de
mayor cuantía a escudo cada uno. Están dados a buena cuenta ocho. El término,
seis días. Secutor, Maniferro.
-Bien podía borrarse esa partida -dijo Maniferro-, porque esta
noche traeré finiquito della.
-¿Hay más, hijo? -dijo Monipodio.
-Sí, otra -respondió Rinconete-, que dice así:
Al sastre corcovado que por mal nombre se llama
el Silguero, seis palos de mayor cuantía, a pedimiento de la dama que dejó la
gargantilla. Secutor, el Desmochado.
-Maravillado estoy -dijo Monipodio- cómo todavía está esa partida
en ser. Sin duda alguna debe de estar mal dispuesto el Desmochado, pues son dos
días pasados del término y no ha dado puntada en esta obra.
-Yo le topé ayer -dijo Maniferro-, y me dijo que por haber estado
retirado por enfermo el Corcovado no había cumplido con su débito.
-Eso creo yo bien -dijo Monipodio-, porque tengo por tan buen
oficial al Desmochado, que, si no fuera por tan justo impedimento, ya él
hubiera dado al cabo con mayores empresas. ¿Hay más, mocito?
-No señor -respondió Rinconete.
-Pues pasad adelante -dijo Monipodio-, y mirad donde dice:
MEMORIAL DE AGRAVIOS COMUNES.
Pasó adelante Rinconete, y en otra hoja halló escrito:
MEMORIAL
DE AGRAVIOS COMUNES.
CONVIENE
A SABER: REDOMAZOS, UNTOS DE MIERA,
CLAVAZ&OACUTEN
DE SAMBENITOS Y CUERNOS, MATRACAS,
ESPANTOS,
ALBOROTOS Y CUCHILLADAS FINGIDAS,
PUBLICACI&OACUTEN
DE NIBELOS, ETC.
-¿Qué dice más abajo? -dijo Monipodio.
-Dice -dijo Rinconete-:
Unto de miera en la casa...
-No se lea la casa, que ya yo sé dónde es -respondió Monipodio-, y
yo soy el tuáutem y esecutor desa niñería, y están
dados a buena cuenta cuatro escudos, y el principal es ocho.
-Así es la verdad -dijo Rinconete-, que todo eso está aquí
escrito; y aun más abajo dice:
Clavazón de cuernos.
-Tampoco se lea -dijo Monipodio- la casa, ni adónde; que basta que
se les haga el agravio, sin que se diga en público; que es gran cargo de
conciencia. A lo menos, más querría yo clavar cien cuernos y otros tantos
sambenitos, como se me pagase mi trabajo, que decillo sola una vez, aunque
fuese a la madre que me parió.
-El esecutor desto es -dijo Rinconete- el Narigueta.
-Ya está eso hecho y pagado -dijo Monipodio-. Mirad si hay más,
que si mal no me acuerdo, ha de haber ahí un espanto de veinte escudos; está
dada la mitad, y el esecutor es la comunidad toda, y el término es todo el mes
en que estamos; y cumpliráse al pie de la letra, sin que falte una tilde, y
será una de las mejores cosas que hayan sucedido en esta ciudad de muchos
tiempos a esta parte. Dadme el libro, mancebo, que yo sé que no hay más, y sé
también que anda muy flaco el oficio; pero tras este tiempo vendrá otro y habrá
que hacer más de lo que quisiéremos; que no se mueve la hoja sin la voluntad de
Dios, y no hemos de hacer nosotros que se vengue nadie por fuerza; cuanto más,
que cada uno en su causa suele ser valiente y no quiere pagar las hechuras de la
obra que él se puede hacer por sus manos.
-Así es -dijo a esto el Repolido-. Pero mire vuesa merced, señor
Monipodio, lo que nos ordena y manda, que se va haciendo tarde y va entrando el
calor más que de paso.
-Lo que se ha de hacer -respondió Monipodio- es que todos se vayan
a sus puestos, y nadie se mude hasta el domingo, que nos juntaremos en este
mismo lugar y se repartirá todo lo que hubiere caído, sin agraviar a nadie. A
Rinconete el Bueno y a Cortadillo se les da por distrito,
hasta el domingo, desde la Torre del Oro, por defuera de la ciudad, hasta el
postigo del Alcázar, donde se puede trabajar a sentadillas con sus flores; que
yo he visto a otros, de menos habilidad que ellos, salir cada día con más de
veinte reales en menudos, amén de la plata, con una baraja sola, y ésa con
cuatro naipes menos. Este districto os enseñará Ganchoso; y, aunque os
estendáis hasta San Sebastián y San Telmo, importa poco, puesto que es justicia
mera mista que nadie se entre en pertenencia de nadie.
Besáronle la mano los dos por la merced que se les hacía, y
ofreciéronse a hacer su oficio bien y fielmente, con toda diligencia y recato.
Sacó, en esto, Monipodio un papel doblado de la capilla de la
capa, donde estaba la lista de los cofrades, y dijo a Rinconete que pusiese
allí su nombre y el de Cortadillo; mas, porque no había tintero, le dio el
papel para que lo llevase, y en el primer boticario los escribiese, poniendo: Rinconete y Cortadillo, cofrades:
noviciado, ninguno; Rinconete, floreo; Cortadillo, bajón"; y el día, mes y
año, callando padres y patria.
Estando en esto, entró uno de los viejos avispones y dijo:
-Vengo a decir a vuesas mercedes cómo agora, agora, topé en Gradas
a Lobillo el de Málaga, y díceme que viene mejorado en su arte de tal manera,
que con naipe limpio quitará el dinero al mismo Satanás; y que por venir
maltratado no viene luego a registrarse y a dar la sólita obediencia; pero que
el domingo será aquí sin falta.
-Siempre se me asentó a mí -dijo Monipodio- que este Lobillo había
de ser único en su arte, porque tiene las mejores y más acomodadas manos para
ello que se pueden desear; que, para ser uno buen oficial en su oficio, tanto
ha menester los buenos instrumentos con que le ejercita, como el ingenio con
que le aprende.
-También topé -dijo el viejo- en una casa de posadas, en la calle
de Tintores, al Judío, en hábito de clérigo, que se ha ido a posar allí por tener
noticia que dos peruleros viven en la misma casa, y querría ver si pudiese
trabar juego con ellos, aunque fuese de poca cantidad, que de allí podría venir
a mucha. Dice también que el domingo no faltará de la junta y dará cuenta de su
persona.
-Ese Judío también -dijo Monipodio- es gran sacre y tiene gran
conocimiento. Días ha que no le he visto, y no lo hace bien. Pues a fe que si
no se enmienda, que yo le deshaga la corona; que no tiene más órdenes el ladrón
que las tiene el turco, ni sabe más latín que mi madre. ¿Hay más de nuevo?
-No -dijo el viejo-; a lo menos que yo sepa.
-Pues sea en buen hora -dijo Monipodio-. Voacedes tomen esta
miseria -y repartió entre todos hasta cuarenta reales-, y el domingo no falte
nadie, que no faltará nada de lo corrido.
Todos le volvieron las gracias. Tornáronse a abrazar Repolido y la
Cariharta, la Escalanta con Maniferro y la Gananciosa con Chiquiznaque,
concertando que aquella noche, después de haber alzado de obra en la casa, se
viesen en la de la Pipota, donde también dijo que iría Monipodio, al registro
de la canasta de colar, y que luego había de ir a cumplir y borrar la partida
de la miera. Abrazó a Rinconete y a Cortadillo, y, echándolos su bendición, los
despidió, encargándoles que no tuviesen jamás posada cierta ni de asiento,
porque así convenía a la salud de todos. Acompañólos Ganchoso hasta enseñarles
sus puestos, acordándoles que no faltasen el domingo, porque, a lo que creía y
pensaba, Monipodio había de leer una lición de posición acerca de las cosas concernientes
a su arte. Con esto, se fue, dejando a los dos compañeros admirados de lo que
habían visto.
Era Rinconete, aunque muchacho, de muy buen entendimiento, y tenía
un buen natural; y, como había andado con su padre en el ejercicio de las
bulas, sabía algo de buen lenguaje, y dábale gran risa pensar en los vocablos
que había oído a Monipodio y a los demás de su compañía y bendita comunidad, y
más cuando por decir per modum
sufragii había dicho per modo de naufragio; y que sacaban el estupendo, por decirestipendio,
de lo que se garbeaba; y cuando la Cariharta dijo que era Repolido como un marinero de Tarpeya y un tigre de Ocaña, por decir Hircania, con otras mil
impertinencias (especialmente le cayó en gracia cuando dijo que el trabajo que
había pasado en ganar los veinte y cuatro reales lo recibiese el cielo en
descuento de sus pecados) a éstas y a otras peores semejantes; y, sobre todo,
le admiraba la seguridad que tenían y la confianza de irse al cielo con no
faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios y de
ofensas a Dios. Y reíase de la otra buena vieja de la Pipota, que dejaba la
canasta de colar hurtada, guardada en su casa y se iba a poner las candelillas
de cera a las imágenes, y con ello pensaba irse al cielo calzada y vestida. No
menos le suspendía la obediencia y respecto que todos tenían a Monipodio,
siendo un hombre bárbaro, rústico y desalmado. Consideraba lo que había leído
en su libro de memoria y los ejercicios en que todos se ocupaban. Finalmente,
exageraba cuán descuidada justicia había en aquella tan famosa ciudad de
Sevilla, pues casi al descubierto vivía en ella gente tan perniciosa y tan
contraria a la misma naturaleza; y propuso en sí de aconsejar a su compañero no
durasen mucho en aquella vida tan perdida y tan mala, tan inquieta, y tan libre
y disoluta. Pero, con todo esto, llevado de sus pocos años y de su poca
esperiencia, pasó con ella adelante algunos meses, en los cuales le sucedieron
cosas que piden más luenga escritura; y así, se deja para otra ocasión contar
su vida y milagros, con los de su maestro Monipodio, y otros sucesos de
aquéllos de la infame academia, que todos serán de grande consideración y que
podrán servir de ejemplo y aviso a los que las leyeren.